Mis padres desde muy pequeñas nos llevaron a todos los cultos de la iglesia. Mis dos hermanitas y yo llegábamos cada una con su Biblia, y un tremendo himnario con música, que apenas podíamos cargar. Sentadas en la banca de iglesia, con los pies colgando, abríamos el himnario con mucha dificultad; no sabíamos leer, pero disfrutábamos cantar mirando las letras.
Había un himno que me gustaba, porque al cantarlo me imaginaba un corazón sonriendo, y algunas veces, hasta mostrando los dientes. Seguramente lo conoces, dice así: “Corazones siempre alegres, rebosando gratitud, somos los que a Dios amamos, redimida juventud. Siempre alegres vamos todos, llenos de felicidad; hermosísimo es el camino, hacia la eternidad”. ¿Te imaginas? Un corazón con una sonrisa de oreja a oreja. Piensa en todas las cosas que te hacen feliz. Sin embargo, el secreto del “corazón alegre” de esta canción está en la frase que le sigue: “rebosando gratitud”. Ahora imagina un corazón rebalsando del ingrediente más importante de la felicidad: la gratitud.
Lo más impactante de este canto no es imaginar la letra, sino la vida de la persona que lo escribió. Su autora es Frances Jane Crosby, cariñosamente llamada Fanny. Nació en Nueva York en 1820 y a las seis semanas de vida, por una mala curación en sus ojos, quedó ciega. Eso habría sido suficiente razón para amargarse la vida, pero la familia Crosby amaba a Dios y, como continúa diciendo la canción, “somos los que a Dios amamos”, le enseñaron desde pequeña que, “una privación, siempre puede ser usada por Dios para bendición”.