¡Cómo me gusta cantar! Desde pequeñita disfruto de elevar mi voz alabando a Dios. Cuando tenía cinco añitos, canté en la iglesia con un coro de adultos y, a partir de allí, nunca paré. Cantos con coros de niños, cantos con mi familia, cantos sola, cantos con coros de jóvenes, cantos con tríos, ¡los cantos son una parte esencial de mi vida!
Pero, en realidad, hubo una partecita de mi vida cuando tuve que parar de cantar por unos meses. Cuando tenía catorce años, un médico especialista en garganta (un otorrinolaringólogo), me dijo que tenía un problema en las cuerdas vocales. El aire estaba escapando por un huequito, y eso hacía que forzara mis cuerdas vocales. ¿La solución? Ir a una doctora especialista en voz (una fonoaudióloga) para que me enseñara unos ejercicios especiales de respiración. ¿Lo peor? No podría cantar por unos tres meses. ¡Qué difícil no poder cantar! Mientras tanto, aproveché a tocar piano, clarinete, y flauta dulce para suplir mi necesidad de alabar a Dios con la música.
Al poco tiempo mis cuerdas vocales estaban sanas. ¡Qué alivio! No solo agradecí a Dios por el don de la voz, sino también decidí que siempre pondría mi don a su servicio. A partir de allí canté muchas, muchas veces. Pero, si has cantado alguna vez en la iglesia, sabrás que luego de cantar muchas veces los hermanos te vienen a felicitar, a decirte: “Qué linda salió tu alabanza”, “Qué hermosa es tu voz”… y puede pasar que empieces a enorgullecerte de tu don.