Uno de los privilegios más grandes que Dios me ha dado en la vida es el haber vivido en otros países aparte del país donde nací. Sé que para muchos suena extraño el tener que cambiarse de casa, y más si es a otro país. Pero mi familia y yo nacimos, crecimos y vivimos así. Es una forma natural de vida que nos permite servir a Dios. Eso nos hace sentir bendecidos. Hemos vivido en el norte y en el sur. Hemos pasado por desiertos, cordilleras y bosques. Vivimos las cuatro estaciones y las estaciones de dos tiempos (más calor y menos calor). Nos tocaron las alturas, las llanuras y las “bajuras”. Climas extremos, húmedos y secos. Nos derretimos y nos congelamos, nos mojamos con mucha, poca y nada de lluvia.
Aprendimos palabras, dichos y su peculiar entonación. Disfrutamos de costumbres, comida y paisajes. Amo cada país donde viví, y me siento parte de ellos, pero sin duda alguna, lo mejor de cada lugar es su gente: los amigos que Dios puso en nuestro camino que, sin ser nuestra familia, nos acogieron e hicieron sentir parte de ella.
Los amigos son la forma en que sentimos el abrazo de Dios. Dicen que quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Y mis amigos lo son. Valen más que todo el tesoro del mundo y más que remedios contra enfermedades físicas y emocionales. Hay amigos con los que reímos hasta llorar y lloramos para sanar. Amigos con los que compartimos grupos de oración, con los que viajamos, con los que acampamos. También tenemos amigos con los que cantamos, comimos y compartimos veladas, cumpleaños, graduaciones y navidades. Con más de uno