pobre” lo había robado en venganza. El comerciante persiguió al “ladrón”. Unos metros más adelante se encontró con el sospechoso.
–¡Deme mi bastón, ladrón! –gritó indignado.
–Lo siento, pero no he visto su bastón, buen hombre –contestó el Rabí Abraham con tranquilidad.
Pero el enojo del comerciante, en lugar de suavizarse, creció con ferocidad, y golpeó al rabino. Sin embargo, el hombre de Dios no respondió con enojo; simplemente se retiró, y continuó con su misión. La Providencia divina hizo que el comerciante asistiera ese sábado a la sinagoga. Cuando levantó sus ojos para echar un vistazo a la persona que iba a hablar ese día, para su sorpresa, reconoció al hombre y recordó con horror la dramática escena del día anterior. Incapaz de soportar la vergüenza, se desmayó.
–¿Que ha pasado? –preguntaban todos.
Con gran vergüenza, el comerciante relató el terrible suceso.
–¡Debe ir al rabino y pedirle perdón! –fue el consejo de todos.
El rabino se acercó y, queriendo calmar al hombre, se disculpó diciendo:
–¡Por favor, créame, yo no tomé su bastón! Le doy mi palabra de honor.