Hace muchos años, un 22 de octubre como hoy, muchas personas esperaban la venida de Jesús. Habían hecho las cuentas, estaban seguros. Si bien la Biblia nos dice que “el día y la hora nadie lo sabe”, ellos creyeron que podían calcular la fecha del regreso de Jesús. ¡Qué emoción, qué felicidad! Estaban seguros de que ese día verían a su Salvador.
Como todavía estamos aquí en esta Tierra, no necesito decirte que ese día Jesús no vino. Y cuando los relojes dieron las campanadas de las doce de la noche, muchos ojos estaban llorosos; y muchos corazones, destrozados. Estoy segura de que muy pocos pudieron irse a dormir sin mojar la almohada con lágrimas. Para la mayoría de las personas, ese fue el final. Según ellos, Jesús los había desilusionado. Jesús había fallado. Entonces, ya no podían confiar en él. Se amargaron, y decidieron que ya no querían creer en Dios.
Sin embargo, un pequeño grupo, un remanente, no podía imaginar que Jesús fallara. Sabían que algo había pasado; y si algo había pasado, tenía que ser por culpa de ellos mismos, no de Jesús. Con humildad, reconocieron su propia falta de sabiduría, y se dedicaron a revisar cada parte de la interpretación profética que habían hecho, orando, diciéndole a Dios que querían conocer la verdad. Entonces, el Señor les mostró el error, y los inspiró a descubrir la verdad del Santuario celestial. ¡La purificación del Santuario era en el cielo, no en la Tierra! Quizá quieras pedirles a tus padres que te expliquen la profecía de los 2.300 días con más detalles, pues esa verdad nos distingue como pueblo del Señor, y fue a partir de este pequeño remanente de humildes estudiantes de la Biblia como