Cuando mi pequeña, nuestra única hijita, cumplió dos años, su papá y yo decidimos hacer la primera fiesta de cumpleaños con sus amiguitos. Su primera fiesta había sido con nuestros amigos. No teníamos mucho presupuesto, así que pensamos hacer algo simple pero lindo. Sin embargo, por más simple o pequeña que planeamos hacer la celebración, requirió dinero y mucha preparación. Tuvimos que decidir qué clase de fiesta hacer. Realizar las compras y las decoraciones, planificar juegos y preparar materiales. Acondicionamos el lugar y decidimos servir un rico refrigerio. Hicimos la lista de los invitados; diseñamos y entregamos las invitaciones, una por una.
En ese tiempo vivíamos cerca de nuestra familia y ellos fueron de gran ayuda. El abuelo preparó e instaló los columpios, la abuela hizo el diseño y la distribución de los juegos, las tías inflaron los globos y ayudaron con el refrigerio. Un tío trajo la vela especial de cumpleaños y las primas hicieron la decoración y tomaron fotos. Aun con toda esa ayuda, cuando terminó la fiestita pensé: “Haré la próxima en cinco años”, para poder reponerme. Pero todo valió la pena, mi pequeña estaba contenta y la gente que asistió se fue muy agradecida.
Después de tanta preparación, ¿qué habría pasado si nadie hubiera venido a la fiesta? Jesús contó una vez la historia de un rey que preparó una gran fiesta para celebrar la boda de su único hijo. Se repartieron las invitaciones y llegó el día de la fiesta. La música sonaba perfecta; la decoración estaba hermosa; y la comida,