y lo miró esperando recibir la recompensa prometida (aunque ese no fue el motivo de su acción). Pero el hombre decidió que no le daría nada.
Pues así fue; este hombre deshonesto buscó una excusa para no cumplir con su palabra, y mintiendo lo acusó:
–Siento decirte que esta es mi bolsa, pero en ella había mil monedas de oro, no quinientas.
–Esto tiene que ser un malentendido, señor –dijo el joven–. Yo no me atrevería a robarle y engañarlo. ¡Eso no es posible!
–Lo siento, pero no puedes demostrarlo, por lo que no te daré ninguna recompensa –concluyó el hombre mentiroso sacando al joven de su casa.
Cuando el hombre más sabio del pueblo se enteró de este incidente, buscó al hombre mezquino y lo sentenció:
–Lo que hiciste con el joven no es correcto. Si la bolsa que perdiste tenía mil monedas, esta no es tu bolsa. Dásela al joven, pues no tiene dueño y él fue quien la encontró. Tu única opción es esperar que algún día aparezca la tuya”.
Según el versículo de hoy, ¿a quién le va bien? El muchacho de la historia fue conocido por su acto de su honestidad. En cambio, el hombre pagó su deshonestidad perdiendo su bolsa de monedas y su integridad. Magaly