–Mamá –dijo Marisa– por favor, cuando vengan mis amigas, no salgas, no quiero que te vean. Yo puedo entrar a la cocina y buscar las cosas que preparaste. Tú quédate aquí nomás, ¿está bien?
La mamá comprendió mucho más de lo que su hija pensaba. Con esfuerzo proveía todo para su adorada Marisa, pero, ahora que ella era más grande, había algo que llamaba la atención de Marisa, y la molestaba. Eran las manos de su mamá. Se avergonzaba de su madre, pues tenía las manos más feas que alguna vez haya podido ver.
Una noche, su madre decidió contarle la historia que había evitado compartir con ella. Con voz temblorosa, comenzó diciendo:
–He esperado mucho tiempo para contarte esta historia… Cuando eras muy pequeñita, una tarde tuve que salir de casa para hacer un mandado. No tenía con quién dejarte, así que quedaste durmiendo en tu cunita. Al regresar, ¡qué espanto!, había fuego. Si cierro los ojos puedo ver ese horrible resplandor anaranjado. Desesperada, intenté correr dentro, pero diez pares de manos me retuvieron. Solo podía pensar en ti, solita en tu cuna. Así que me zafé y entré a la casa. Gracias a Dios, todavía no había fuego en tu dormitorio. Así que te envolví en mis brazos y salí. Al bajar la escalera, me faltó el aire, y lo siguiente que recuerdo es que abrí los ojos en el hospital y pregunté por ti. Solo pude respirar en paz cuando una enfermera me dijo que estabas bien. Al mirar mis manos,