Una tarde Carlos quería ir a jugar a la casa de su amigo, pero quiso sorprenderlo. Al llegar, vio que en la entrada antes de la puerta de su amigo había un cesto con unos duraznos grandes y muy apetitosos. A Carlos le encantaban las frutas, pero especialmente los duraznos; entonces pensó: “Aún no he tocado el timbre, mi amigo no sabe que yo tenía planes de venir a verlo; por lo tanto, puedo perfectamente tomar dos o todos los duraznos que entren en mis manos y salir rápidamente corriendo. Nadie se enterará”.
Estuvo mirando esos duraznos un buen rato y finalmente se dijo a sí mismo: “Pensándolo bien, si yo tomo estos duraznos sería un robo, y desde niño mis padres me han enseñado que es un pecado. Además, la Biblia dice que, aunque podamos engañar a los hombres, Dios lo ve todo”. Decidió irse, así que se dio la media vuelta, sin siquiera llamar a su amigo y se fue.
El abuelo de su amigo había observado toda la escena sin que Carlos se percatara. Entonces, antes de que Carlos se alejara más, lo llamó y le dijo:
–He visto tu lucha interior por querer tomar esos duraznos y quiero felicitarte por ganar esa batalla. ¡Venciste ante la tentación!, de modo que voy a premiarte. Puedes llevar todo el cesto de duraznos. Serán para ti.