Eran diez hombres con una enfermedad horrible: la lepra. Imagínate vivir en la época de Jesús. Si eras leproso, tenías que abandonar tu casa, tu familia, vivir como pudieras en las afueras de la ciudad y, cuando cruzaras a alguien sano, debías gritar: “¡Inmundo!”, para que se alejase de ti y no lo contagiases. Qué feo y vergonzoso vivir así, ¿no?
Ellos se enteraron de que un Maestro llamado Jesús sanaba gente con enfermedades de todo tipo. Por eso, cuando lo cruzaron, comenzaron a los gritos, rogándole al bondadoso Maestro la sanidad. Jesús no los sanó inmediatamente porque quería probar su fe. Simplemente les dijo que vayan a presentarse a los sacerdotes para que los declarara limpios. Y fue así como, mientras corrían hacia la ciudad, ¡descubrieron que estaban sanos! ¡Qué alegría! Me los imagino corriendo con más energías aún.
De pronto, uno de ellos se detuvo y comenzó a correr para el lado contrario. Volvió donde estaba Jesús, glorificando a Dios en voz alta; se arrodilló y le agradeció por haberlo sanado. ¡Qué detalle! Me imagino dos sentimientos que habrá experimentado Jesús: la alegría de ver alguien dando gloria a Dios por su sanidad, y la tristeza por ver que era solo uno de los diez que él había sanado. ¿Y sabes una cosa? El leproso agradecido fue el único que recibió doble bendición: primero la sanidad, y luego la salvación, ya que Jesús lo despidió diciéndole: “Vete, tu fe te ha salvado”.