En una mudanza que nos tocó vivir, pudimos llevar muy pocas cosas. Tuvimos que vender la mayor parte de los juguetes de mis hijas. Mi hijita menor, Melissa, tenía tres años, así que le fue muy difícil separarse de sus cositas. Finalmente, cuando llegó la hora de armar las maletas, cada una tenía dos muñequitas, un osito de peluche, un par de rompecabezas… en fin, no era mucho. Pero habíamos guardado, nuevecitos, dos tarritos de plastilina.
Cuando llegamos a nuestro nuevo destino, un día Meli me acompañó a comprar vegetales, aferrada a su tarrito de plastilina. En el medio de la compra, se le cayó la tapita de plástico en un desagüe. Tanta pena le dio desprenderse de su pequeña tapita, que se puso a llorar. Yo di por perdida la tapita enseguida, pero Meli no paraba de llorar. ¡Los desagües tenían casi un metro de profundidad y encima tenían una reja pesadísima encima!
En ese momento, una de las vendedoras de vegetales se conmovió y le dijo: “No te preocupes, la vamos a sacar”. Y esta bondadosa señora se las ingenió para probar varios métodos diferentes. Finalmente, ató dos ramas, y en la punta de una de ellas pusimos plastilina. Cuando la tapita salió, después de unos veinte minutos, ¡Melissa estaba feliz! Y yo, muy agradecida a la señora de los vegetales por su ayuda.
¿Sabes? Ese pequeño gesto de bondad me marcó profundamente. ¿Valía la pena