Lodebar, también conocida como “tierra maldita”, era un lugar donde la Palabra de Dios no llegaba. Un lugar alejado de todo. Una pequeña aldea ubicada a 13 kilómetros del mar de Galilea. Ya imaginarás que era un lugar terrible para vivir. Se la describe como una tierra seca, sin pastos, ni frutos… nada.
Mefiboset, el joven de nuestra historia, vivía allí. ¿Cómo lograba subsistir después de haber sido príncipe y vivir con todos los lujos? No lo sé. Además, el pequeño quedo lisiado cuando tenía cinco años. Su abuelo Saúl y su padre Jonatán habían muerto en batalla. Al escuchar estos incidentes, la nodriza de Mefiboset quiso escapar rápido del palacio, porque era costumbre que el nuevo rey que asumía el cargo matase a los descendientes del rey anterior. En la veloz huida, la nodriza dejó caer al niño heredero, quien quedó cojo de ambos pies por el resto de su vida. Qué triste, ¿verdad?
Pero esta historia bíblica tiene un final feliz. Un día, David, quien ya era rey, buscó ser bondadoso con cualquiera que quedara de la casa de Saúl. Y Mefiboset fue llamado. Humildemente y con temor, el joven se presentó delante de David. Es posible que su voz haya reflejado temor, pues inmediatamente David lo tranquilizó, asegurándole: “No tengas miedo, porque sin falta ejerceré bondad amorosa para contigo por amor de Jonatán tu padre; y tengo que devolverte todo el campo de Saúl tu abuelo, y tú mismo siempre comerás el pan a mi mesa” (2 Sam. 9:1-7). Movido por un sentimiento de profundo aprecio, Mefiboset se postró ante David y dijo: “¿Qué es tu siervo, para que hayas vuelto tu rostro al perro muerto cual soy?” (2 Sam. 9:8). Estaba confundido por la bondad de