En los días de Jesús ya existía la Biblia hebrea, que es lo que conocemos hoy como Antiguo Testamento. Lo llamamos así para distinguirlo del “Nuevo”, en el que se narra la vida y obra de Jesús y que fue escrito, inspirado por Dios, después del paso del Maestro por este mundo.
Pero mientras él estaba vivo, leía la Biblia hebrea (como digo, nuestro actual “Antiguo Testamento”), que no estaba dividida igual que la conocemos hoy, en 39 libros, sino en tres secciones.
Las tres secciones de la Biblia hebrea (la Palabra de Dios que Jesús leía) eran: 1) La ley, es decir, la torah, que contenía los cinco libros de Moisés o “Pentateuco”. 2) Los profetas, subdivididos en cuatro anteriores y cuatro posteriores (los doce profetas menores formaban un solo libro). 3)
Los escritos, que eran los once libros restantes (Esdras-Nehemías formaban un solo libro, así como 1 y 2 Crónicas que, por cierto, era el último libro).
Cuando Jesús dijo: “Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos” (Luc. 24:44, RVR95) estaba aludiendo a esta división: 1) la ley de Moisés o Pentateuco; 2) los profetas; 3) los escritos, cuyo primer libro era Salmos.
Y cuando dijo a los fariseos: “A la gente de hoy Dios le va a pedir cuentas de la sangre de todos los profetas, […] desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías” (Luc. 11:50, 51), también estaba reconociendo implícitamente esta subdivisión en tres, pues Abel se menciona en el primer libro de la Biblia (Gén. 4:8) y de Zacarías se habla en 2 Crónicas, el último libro de la Biblia hebrea (ver 24:20-22).
Queda claro en el Nuevo Testamento que Jesús creía en la autoridad e inspiración del Antiguo Testamento (Biblia hebrea). Y es un privilegio para nosotras tener acceso a esos mismos escritos que leyó Jesús, y que constituyeron la base de su pensamiento y comprensión del carácter del Padre.
¡¡¡Y en nuestro idioma!!! Con esa misma base podemos formar nuestro pensamiento de tal modo que nuestra fe sea sólida; pero si no recurrimos a esa base, no podemos esperar de forma mágica tener un conocimiento completo de las cosas de Dios.
No erremos por causa de nuestra ignorancia de las Escrituras.
“Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Juan 5:46, 47, RVR60).