Según testimonios de supervivientes de Auschwitz, donde sucedieron atrocidades como exterminios masivos, trabajos forzados, privación de alimento, frío extremo y malos tratos emocionales, “las mujeres soportaban el suplicio del campo de concentración mejor que los hombres.
A diferencia de los hombres, cuya tendencia era ser solitarios, las mujeres formaban familias en sustitución de la suyas propias cuando estas perecían, convirtiéndose así en hermanas, hijas y madres unas de las otras. Compartían la comida, limpiaban las dependencias juntas y celebraban en grupo. Casi todas las mujeres supervivientes afirmaron que no podrían haber seguido viviendo sin la ayuda y el apoyo de otras mujeres”.56
El Señor nos concede dos tipos de familia: la biológica y la espiritual. De eso, Jesús habló. Cuando cuestionó “¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” (Mat. 12:48) no quiso decir que la familia carnal no es importante.
Incluso cuando no nos comprenden o cuestionan nuestras decisiones por causa del evangelio (tal como le pasó a Jesús), nuestros padres y hermanos son cruciales y hemos de honrarlos. Pero existe otra familia: la que formamos quienes oímos la Palabra de Dios y la obedecemos.
Si no tenemos la visión de convertirnos en las hermanas, hijas y madres en la fe de las personas con quienes compartimos este mundo de conflicto, estaremos mermando nuestras posibilidades de supervivencia y haciendo más árido nuestro camino a la vida eterna.
La iglesia tiene la elevada misión de convertirse en una familia, especialmente para quienes no tienen familia. Si en muchas ocasiones no es así, y una puede llegar a sentirse más sola en la iglesia de lo que se siente incluso en la soledad de su casa, tal vez sea porque no hemos entendido la importancia que tiene el sentirse apoyada, acompañada, ayudada por otros.
Es tan, pero tan importante, que millones de mujeres consideraron que no hubieran podido sobrevivir a los campos de concentración del nazismo de Hitler de no haber sido por la familiaridad que encontraron en otras mujeres. No solo es importante: es vital.
¿Actuamos como hermanas, madres e hijas de los demás? ¿Somos realmente la familia de los hijos de Dios? Jesús nos llama a considerar esto seriamente.
“Comparten con el pueblo santo los mismos derechos, y son miembros de la familia de Dios” (Efe. 2:19).
56 Bonnie Anderson y Judith Zinsser, Historia de las mujeres. Una historia propia (Barcelona: Crítica, 2009), p. 815.