Cuando pensamos en el concepto “ministerio”, lo que nos viene a la mente es la idea de servir a los demás con aquello que sabemos hacer, la idea de hacer algo a favor de otros con los dones que Dios nos da. ¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar que una forma de ministrar es morderse la lengua? Y no me refiero a morderse la lengua para no ofender a otros con nuestras palabras, sino a algo más sutil, de lo cual nos habla Dietrich Bonhoeffer.
Bonhoeffer escribió acerca de cómo incluso los cristianos usamos nuestras palabras para manipular el concepto que los demás tienen de uno. Por ejemplo, estamos en una conversación y nos asalta la tentación de decir algo, o decirlo de tal forma que todos se den cuenta de lo mucho que sabemos o de lo buenas personas que somos.
Cuando no soy capaz de resistir la tentación de decir eso que pone de manifiesto mi importancia personal, tengo un problema de orgullo. Nuestras palabras revelan nuestros pensamientos. Podemos engañarnos a nosotras mismas creyendo que los demás no se dan cuenta de las intenciones que hay detrás de una frase de orgullo disfrazada de humildad; pero sí se dan cuenta, y se desaniman de la práctica de la religión.
Porque la humildad de la buena, esa que es fruto del Espíritu, no presume, no espera recibir la luz de los focos, simplemente es, y para ser no necesita palabras, le sobra con la discreción. Esa humildad es un ministerio en sí misma.
¿Qué ministerio llevarás a cabo con tus palabras, el que tiene como protagonista a Cristo o a ti? El orgullo, como sabes, es incompatible con la verdadera religión, esa que es del corazón y transforma el alma. Cuando el tipo de religión que vivimos no es el verdadero, nuestro ministerio “no sirve de nada” (de nada bueno, quiero decir). El ministerio que atrae las almas a Cristo es el de la humildad.
Cuando sientas que estás a punto de decir algo por la simple razón de hacer ver a los demás que eres lo máximo, te sugiero una rápida oración: “Señor, ayúdame a no cometer esa falta de madurez; hazme capaz de dominar mi lengua y de dominarme a mí misma. Quiero dar un testimonio para salvación. Porque no se trata de mí, se trata de ti. Amén”.
“Todos cometemos muchas faltas. ¿Quién, entonces, es una persona madura? Solo quien es capaz de dominar su lengua y de dominarse a sí mismo” (Santiago 3:2, TLA).