Cuenta una historia que un sabio se presentó a las puertas del palacio real. Como era un hombre muy conocido, ninguno de los guardias lo detuvo, así que pudo llegar hasta el salón del trono, donde estaba el rey.
—¿Qué deseas? —le preguntó el rey al reconocerlo. —Quiero dormir hoy en esta posada —fue la respuesta del sabio. —¿Posada? ¡Esto no es una posada, es el palacio real! —comentó el rey, indignado. —¿Puedo preguntar de quién fue este palacio antes que suyo? —quiso saber el sabio. —De mi padre, pero ya está muerto. —Y antes de su padre, ¿de quién fue? —De mi abuelo, que también murió. —Y a un lugar donde van y vienen personas de paso, ¿no lo llaman posada?
Eso debiera ser la tierra para el creyente: una posada, un lugar de paso, un planeta que habitamos por un tiempo nada más. Sin embargo, no queremos abandonarlo; nos aferramos a él; tendemos a vivir de una manera que parece indicar que estamos convencidos de que no hay nada más allá de este mundo. Y respecto a la idea de morir, sencillamente nos aterra.
Incluso el creyente con más fe puede sentir miedo a la muerte. Hemos sido creados para vivir, y para vivir en abundancia, pero con el pecado entró la muerte al mundo y esta realidad de que vamos a morir es tan fuerte que nos asusta.
Cuando este miedo te asalte, tal vez te venga bien pensar que, si no hubiera muerte, viviríamos eternamente en un mundo de pecado, no en el que Dios nos está preparando, donde no habrá “llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (Apoc. 21:4). ¿Verdad que no es una idea atractiva vivir para siempre aquí tal como están las cosas?
Como en todo, en el caso de la muerte, la perspectiva también es la clave. Entender que, como dice la Biblia, nuestra ciudadanía está en los cielos y no aquí, marca la diferencia. Vivir como quien espera la tierra nueva es un concepto que, aplicado al día a día, impactará todas nuestras decisiones.
Nos ayudará a darnos cuenta de que el tiempo aquí es corto y merece ser vivido de tal manera que valga la pena de cara a lo que nos espera. Estamos de paso en esta posada; vivamos como quien anhela la residencia definitiva.
“Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo” (Filpenses 3:20, LBLA).