En Capernaúm, la noticia [del regreso de Cristo a Caná] atrajo la atención de un noble judío que era oficial del rey. Un hijo del oficial se hallaba aquejado de una enfermedad que parecía incurable. Los médicos lo habían desahuciado; pero cuando el padre oyó hablar de Jesús resolvió pedirle ayuda…
Al llegar a Caná, encontró que una muchedumbre rodeaba a Jesús. Con corazón ansioso, se abrió paso hasta la presencia del Salvador. Su fe vaciló cuando vio tan solo a un hombre vestido sencillamente, cubierto de polvo y cansado del viaje. Dudó de que esa persona pudiese hacer lo que había ido a pedirle; sin embargo… Jesús ya conocía su pesar. Antes de que el oficial saliese de su casa, el Salvador había visto su aflicción.
Pero sabía también que el padre, en su fuero íntimo, se había impuesto ciertas condiciones para creer en Jesús. A menos que se le concediese lo que iba a pedirle, no le recibiría como el Mesías. Mientras el oficial esperaba atormentado por la incertidumbre, Jesús dijo: “Si no viereis señales y milagros no creeréis”…
El Salvador puso esta incredulidad en contraste con la sencilla fe de los samaritanos que no habían pedido milagro ni señal (El Deseado de todas las gentes, pp. 167, 168).
[E]l noble tenía cierto grado de fe; pues había venido a pedir lo que le parecía la más preciosa de todas las bendiciones. Jesús tenía un don mayor que otorgarle. Deseaba no solo sanar al niño, sino hacer participar al oficial y su casa de las bendiciones de la salvación, y encender una luz en Capernaúm, que había de ser pronto campo de sus labores. Pero el noble debía comprender su necesidad antes de llegar a desear la gracia de Cristo…
Como un fulgor de luz, las palabras que dirigió el Salvador al noble desnudaron su corazón. Vio que eran egoístas los motivos que le habían impulsado a buscar a Jesús. Vio el verdadero carácter de su fe vacilante. Con profunda angustia, comprendió que su duda podría costar la vida de su hijo. Sabía que se hallaba en presencia de un Ser que podía leer los pensamientos, para quien todo era posible, y con verdadera agonía suplicó: “Señor, desciende antes que mi hijo muera”. Su fe se aferró a Cristo como Jacob trabó del ángel cuando luchaba con él y exclamó: “No te dejaré, si no me bendices”. Génesis 32:26.
Y como Jacob, prevaleció. El Salvador no puede apartarse del alma que se aferra a él invocando su gran necesidad. “Ve —le dijo—, tu hijo vive”. El noble salió de la presencia de Jesús con una paz y un gozo que nunca había conocido antes. No solo creía que su hijo sanaría, sino que con firme confianza creía en Cristo como su Redentor (El Deseado de todas las gentes, pp. 168, 169).