A veces nos hacemos cómplices de la cultura de la violencia. A una mala contestación, respondemos con otra; a quien no nos saluda, le retiramos el saludo; a quien nos mintió, le mentimos; y a quien nos acusó de algo, lo velamos para poder lanzarle otra acusación. Vamos, como autómatas, aplicando la ley del ojo por ojo, diente por diente. ¿Pero por qué ser autómatas? ¿Por qué no romper la cadena?
Ante el maltrato (o lo que yo percibo como tal), tengo dos opciones: proyectar las emociones negativas que me generó en la siguiente persona con la que me cruce (e imponerle así la cultura de la violencia), o activar la conducta cristiana movida por un sentido de responsabilidad hacia el prójimo. En vez de justificarme, puedo razonar que yo soy sociedad, que yo «creo» sociedad. Puedo entrenar mi cerebro para elegir principios antes que emociones.
El día que entré por primera vez a vivir al vecindario donde vivo actualmente, el guardia de seguridad me mandó detenerme. Lo saludé y le pregunté cómo se llamaba.
Se quedó muy sorprendido. Le dije: «Yo soy Mónica y voy a vivir en esa casa». El me respondió: «Yo soy Peña, y ningún vecino me había preguntado cómo me llamo. Bienvenida a su casa, Mónica». ¿Sabes qué? Soy la única vecina a la que le guardan el cubo de basura. Cuando llego a casa las tardes de lunes y jueves, todos los cubos de mis vecinos están aún delante de sus casas, pero el mío, no. Sé bien quién me lo recoge: Peña.
Quien, por cierto, a todo el mundo le habla de mí… ¡¡¡incluso a mí!!! Y yo lo único que hice fue… romper la cadena de violencia emocional que alguien me había querido imponer aquel día. Y es que justo ese día, por la mañana, alguien me había tratado mal a mí. Pero es que yo me niego a ser una autómata.
Si la Biblia es nuestra Constitución, hemos de entender que presenta derechos y deberes. Los derechos son una maravillosa herencia; los deberes, que nacen de la convicción de los valores de esa Constitución, son a varios niveles, entre ellos el amor al prójimo. Mi deber es ser amable, generosa, cordial, mirar a los ojos, conectar con el otro, establecer una red de confianza a mi alrededor, ser persona y aportar luz desde lo que soy en Cristo.
Sí, sé que es básico, pero a veces nos encontramos muy lejos de la base. Por eso seguimos presas de tantas cadenas.
«No te dejes vencer por el mal. Al contrario, vence con el bien el mal» (Rom. 12:21).