En su peor momento, Jesús fue objeto de tres bromas o burlas lanzadas con la intención de ridiculizarlo. Quienes las pronunciaron ignoraban que, tras aquellas aparentes mentiras, había tres grandes verdades, precisamente las verdades que sustentan nuestra fe.
Los soldados, “burlándose le decían: ‘¡Viva el Rey de los judíos!’ ” (Mat. 27:29). Y lo decían arrodillándose, como súbditos rindiendo pleitesía a su rey. En realidad, estaban diciendo: “Tú no eres ningún rey; si lo fueras, no estarías aquí, donde acaban los delincuentes”. Jesús había dado a entender que él era el Rey; y así lo había confirmado ante Pilato cuando este le preguntó:
“¿Eres tú el rey de los judíos?”. “Tú lo has dicho” (Mat. 27:11). Pero los soldados desconocían lo que nosotras sí sabemos: que Jesús sería resucitado y llevado al trono celestial. Verdad número 1: Jesús es el Rey, no de los judíos, sino del universo.
“Se burlaban de él los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, junto con los ancianos. Decían: ‘Salvó a otros, pero a sí mismo no puede salvarse’ ” (Mat. 27:41, 42). La ironía era clara: “Menudo salvador, que dice resucitar a los muertos, dar vista a los ciegos, libertad a los cautivos y salud a los enfermos, pero no es capaz de salvarse a sí mismo de esta muerte vergonzosa”.
Lo que ellos desconocían era que, si se hubiera salvado a sí mismo, no hubiera podido salvar a la humanidad. Es precisamente quien no se salva a sí mismo el que está en posición de poder salvar a otros, dando su vida por ellos. Verdad número 2: por amor a nosotros, Jesús decidió no evitar la cruz.
“Jesús gritó con fuerza: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. Algunos de los que estaban allí, lo oyeron y dijeron: […] ‘A ver si Elías viene a salvarlo’ ” (Mat. 27:46-48).
Ante esta aparente falta de confianza en Dios por parte de Cristo, los presentes se burlaron; pero solo una confianza absoluta en el Padre podía explicar el mismo hecho de que él estuviera allí, colgando de una cruz, cumpliendo con la voluntad del que lo había enviado. Jesús estaba citando el Salmo 22:1 y ese salmo es, paradójicamente, un poema de confianza plena en el Señor, que continúa con las palabras: “Pero tú eres santo; tú reinas” (Sal. 22:3). Verdad número 3: la voluntad de Dios es más importante que la propia.
“De veras este hombre era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).