Yo quiero ser discípula de Cristo (imagino que tú también o, de lo contrario, no tendría mucho sentido que estuvieras leyendo este libro). Cuando me detengo a reflexionar en cuál es la esencia del discipulado cristiano, llego a unas conclusiones muy particulares que dejan entrever mi propia visión egocéntrica del mundo.
Luego me encuentro con el auténtico principio del discipulado cristiano (que, por cierto, es universal, no cultural), y me doy cuenta de lo lejos que estoy de enfocar bien el tema. Jesús lo dijo muy clarito: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame” (Luc. 9:23). Sí, quiero; pero ¿qué es exactamente cargar con mi cruz?
Empezaré por lo que está claro que no es. Cargar con mi cruz no puede referirse a llevar a cuestas, con sacrificio personal, todas las molestias que nos depara el día a día: una economía estrecha, una migraña que no se nos quita, un esposo que no se comunica, unos hijos que nos dan problemas propios de su edad, unos hermanos de iglesia que piensan diferente de mí, una enfermedad terminal… Llevar con dignidad estas cargas también lo hacen los no cristianos que han sabido desarrollar su inteligencia emocional, y lejos de sus intenciones está convertirse en discípulos de Cristo.
Cargar con mi cruz tiene que ser, por lo tanto, mucho más que sobrellevar con entereza las dificultades de la vida. La gente del siglo I que escuchó a Jesús hablar del discipulado tenía muy claro qué era la cruz: un instrumento de muerte. Un objeto que llevaba inmediatamente a pensar en una condena y, por tanto, a abandonar toda esperanza de vida en este mundo. Eso era la cruz; eso sigue siendo la cruz: dejar a un lado toda expectativa de vida egocéntrica aquí y ahora, para enfocar nuestros esfuerzos en ese ser que ha puesto a nuestro alcance la vida eterna. Cargar con nuestra cruz cada día es tomar la decisión de morir.
¿Morir a qué? Morir al yo. Morir a esos intereses que albergo con el único propósito de potenciar mi ego. Morir a mí misma en el sentido de, conscientemente, alimentar lo espiritual y matar de hambre lo material, lo superficial, lo que me aleja del discipulado de Cristo para convertirme en discípula de mi propio yo. Dejar de promoverme a mí para promover el evangelio. Así como recorto y moldeo mi pelo, no debo olvidar recortar y moldear mi ego.
“Para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia” (Filipenses 1:21, RVR95).