Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. 1 Juan 3:1.
Juan dijo: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Ningún idioma puede expresarlo. Hasta cierto punto es posible describir en forma muy imperfecta ese amor que sobrepasa todo conocimiento. Se necesitó el idioma de lo alto para poder definir ese amor que hizo posible que llegáramos a ser hijos de Dios. Al hacerse cristiano, el hombre no se rebaja. No tiene por qué avergonzarse de estar relacionado con el Dios viviente.
Jesús cargó sobre sí la vergüenza y la humillación que le correspondía sufrir a los pecadores. El es la Majestad del cielo, el Rey de gloria, e igual al Padre. Sin embargo, al vestir su divinidad con la humanidad, su humanidad pudo tocar a la humanidad y su divinidad pudo asirse de la divinidad. Si hubiera venido como un ángel, no podría haber participado de nuestros sufrimientos, tampoco podría haber sido tentado en todo como nosotros, ni haber sentido nuestras tristezas. En cambio, al venir vestido de la humanidad, como seguro sustituto del hombre, estuvo en condiciones de vencer, en nuestro lugar, al príncipe de las tinieblas, para que podamos ser victoriosos gracias a sus méritos.
Bajo la sombra de la cruz del Calvario, la influencia de su amor llena nuestros corazones. Cuando contemplo al que traspasaron mis transgresiones, la inspiración de lo alto viene sobre mí. La misma experiencia puede tener cada uno que deja actuar al Espíritu Santo. A menos que lo recibamos, nuestro corazón no estará en condiciones de ser depositario del amor divino. Pero mediante una conexión viviente con Cristo, recibimos inspiración que nos imparte amor, celo y buena fe.
No somos como un trozo de mármol que, aunque puede reflejar la luz del sol, no tiene el don de la vida. Estamos en condiciones de responder a los brillantes rayos del Sol de Justicia gracias a que Cristo ilumina e imparte luz y vida a todo creyente. Podemos beber del amor de Cristo del mismo modo como el sarmiento se nutre de la vid. Si estamos injertados en Cristo, y si cada fibra está unida a la Vid viviente, lo evidenciaremos gracias a los abundantes y ricos racimos que produciremos.—The Review and Herald, 27 de septiembre de 1892.