Leemos en el Salmo 19:9 y 10: “Las leyes del Señor son verdaderas. […] Son más deseables que el oro, incluso que el oro más puro” (NTV). En otras versiones, la expresión “las leyes del Señor” aparece traducida como “los decretos del Señor” (DHH), “sus enseñanzas [de Dios]” (PDT). El adjetivo que se usa en este salmo para describir la enseñanza, la instrucción, la conducción de Dios, sus leyes y decretos, es “deseables”, en hebreo jamad. Esta palabra, jamad, es precisamente la misma que se usa en el décimo mandamiento para decir: “No codiciarás”.
¿Qué significa esto? Que, en realidad, lo que el Salmo 19 nos está diciendo es que los mandamientos, enseñanzas y principios de Dios son “codiciables”. ¿Nos invitaría la Inspiración a codiciar algo si fuera siempre pecado codiciar?
Si bien es cierto que los Diez Mandamientos prohíben la codicia de una manera muy explícita, la Biblia hace una clara excepción: podemos codiciar (desear con ansia, ambicionar) tener un conocimiento profundo de las enseñanzas de Dios.
Podemos codiciar la Torá, que nos revela el carácter de Dios, su persona. ¿Cómo podría ser pecado desear conocer en profundidad al Creador de todas las cosas? Ese es, de hecho, el camino hacia una vida cristiana que sea coherente en todo, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Porque el carácter virtuoso que Dios quiere ver en nosotras solo se puede obtener al familiarizarnos con su Palabra. Conocerlo es amarlo.
“Al darnos el privilegio de estudiar su Palabra, el Señor ha puesto delante de nosotros un rico banquete. Muchos son los beneficios que derivan del familiarizarse con su Palabra, que él representa como su carne y su sangre, como su espíritu y su vida. Al comer su Palabra, aumenta nuestra fortaleza espiritual, crecemos en la gracia y el conocimiento de la verdad.
Se forman y fortalecen hábitos de dominio propio. Las flaquezas de la infancia —inquietud, caprichos, egoísmo, palabras apresuradas, actitudes emocionales— desaparecen, y en su lugar se desarrollan las gracias de la virilidad y la feminidad cristianas” (Elena de White, La educación cristiana, p. 246). ¿Cómo no codiciar algo así?
Es pecado codiciar las cosas materiales (el oro) que no sacian el alma, pero no lo es codiciar eso que vale más que el oro: las enseñanzas, leyes e instrucciones del Padre para nosotras, sus hijas.
“Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón” (Jeremías 31:33).