- enero 19, 2025
Domingo 19 de enero – MÁS QUE EL AMOR DE UNA MADRE – DIOS ES APASIONADO Y COMPASIVO
DIOS ES APASIONADO Y COMPASIVO “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del…
DIOS ES APASIONADO Y COMPASIVO
“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? ¡Aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de ti!” (Isa. 49: 15).
Domingo: 19 de enero
MÁS QUE EL AMOR DE UNA MADRE
Tal vez el mayor amor común a la experiencia humana sea el de una madre o un padre por un hijo. La Biblia utiliza a menudo las imágenes de la relación padre-hijo para describir la asombrosa compasión de Dios por las personas, haciendo hincapié en que la compasión de Dios es exponencialmente superior incluso a la expresión humana más profunda y hermosa de ese mismo sentimiento.
Lee Salmo 103: 13; Isaías 49: 15; y Jeremías 31: 20. ¿Qué transmiten estas representaciones sobre la naturaleza y la profundidad de la compasión de Dios?
Salmo 103: 13
13 Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los que le temen.
Isaías 49: 15
15 ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.
Jeremías 31: 20
20 ¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en quien me deleito? pues desde que hablé de él, me he acordado de él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia, dice Jehová.
Según estos textos, Dios se relaciona con nosotros como sus hijos amados y nos ama como un buen padre y una buena madre aman a sus hijos. Sin embargo, como explica Isaías 49: 15, incluso una madre humana podría olvidarse del hijo que “dio a luz” o “dejar de compadecerse del hijo de su vientre”, pero Dios nunca olvida a sus hijos y su compasión nunca falla (Lam. 3: 22).
En particular, se cree que el término hebreo raham utilizado para referirse a la compasión aquí y en muchos otros textos que describen el abundante amor compasivo de Dios, deriva del término hebreo que designa el vientre (rejem). En consecuencia, como han señalado los eruditos, la compasión de Dios es un “amor como el del útero maternal”. En verdad, es exponencialmente mayor que cualquier compasión humana, incluso la de una madre por su recién nacido.
Según Jeremías 31: 20, Dios considera a su pueblo del Pacto como su “hijo precioso” y “el niño en quien me deleito”, a pesar de que a menudo se rebeló contra él y le causó tristeza. Aun así, Dios declara: “Mis entrañas se conmovieron por él, y ciertamente tendré de él misericordia”. El término traducido aquí como “misericordia” es el utilizado anteriormente para referirse a la compasión divina (rajam).
Además, la frase “mis entrañas se conmovieron por él” puede traducirse literalmente como “mis entrañas rugen”. Esta descripción que emplea el lenguaje profundamente visceral de la emoción divina retrata así la profundidad del amor compasivo de Dios por su pueblo. Incluso a pesar de su infidelidad, Dios sigue dispensando su abundante compasión y misericordia a su pueblo y lo hace más allá de toda expectativa razonable.
Para algunos, el hecho de que la compasión de Dios sea semejante a la de un padre o una madre cariñosos es profundamente reconfortante. Sin embargo, algunas personas pueden tener dificultades en ese sentido, pues sus progenitores no fueron cariñosos. ¿De qué otras maneras podría ser ilustrada la compasión de Dios por esas personas?
Comentarios Elena G.W
Seguramente habrás oído hablar de la triste historia de la madre que, con su marido y su hijo, intentó cruzar las Montañas Verdes en pleno invierno. La noche y la tormenta detuvieron su marcha. El marido fue en busca de ayuda y se perdió en la oscuridad y la nieve, y tardó en regresar. La madre sintió que el frío de la muerte se le venía encima, y desnudó su pecho a la ráfaga helada y a la nieve que caía, para dar todo lo que le quedaba de vida para salvar la de su hijo. Cuando llegó la mañana, encontraron al niño envuelto en el chal de su madre… preguntándose por qué no despertaba de su sueño.
Aquí se ve un amor más fuerte que la muerte, que une el corazón de la madre a su hijo. Y, sin embargo, Dios dice que la madre olvidará antes a su hijo que Él a un alma que confía en Él. Que el Señor nos ame es suficiente para suscitar la más profunda gratitud, cada hora de nuestra. El amor de Dios está hablando… Sólo confía en el amor de Jesús, y te darás cuenta de la alegría profunda (Carta 12, 9 de agosto de 1873).
El amor de Cristo por sus hijos es tan fuerte como tierno. Es un amor más fuerte que la muerte, porque Él murió por nosotros. Es un amor más verdadero que el de una madre por sus hijos. El amor de la madre puede cambiar, pero el amor de Cristo es inmutable. «Estoy seguro», dice Pablo, «de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38, 39).
En toda prueba tenemos un fuerte consuelo. ¿Acaso no se compadece nuestro Salvador de nuestras flaquezas? ¿No ha sido tentado en todo según nuestra? ¿Y no nos ha invitado a llevarle toda prueba y perplejidad? Entonces, no nos hagamos miserables por las cargas de mañana… El que da fuerzas para hoy, dará fuerzas para mañana (En los lugares celestiales, p. 271).
En las bondadosas bendiciones que nuestro Padre celestial nos ha concedido, podemos discernir innumerables evidencias de un amor que es infinito, y una tierna piedad que sobrepasa la anhelante simpatía de una madre por su hijo descarriado. Cuando estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, vemos misericordia, ternura y perdón mezclados con equidad y justicia. En el lenguaje de Juan exclamamos: «Mirad qué amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios».
Vemos en medio del trono a Uno que lleva en las manos, en los pies y en el costado las marcas del sufrimiento soportado para reconciliar al hombre con Dios, y a Dios con el hombre. Una misericordia incomparable nos revela a un Padre infinito, que habita en una luz inaccesible, pero que nos recibe en su seno por los méritos de su Hijo (Reflejemos a Jesús, p. 276).