- octubre 17, 2024
Jueves 17 de octubre – TEMAS QUE REAPARECEN: GLORIA – LA HISTORIA DE FONDO: EL PRÓLOGO
LA HISTORIA DE FONDO: EL PRÓLOGO “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el…
LA HISTORIA DE FONDO: EL PRÓLOGO
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1).
Jueves: 17 de octubre
TEMAS QUE REAPARECEN: GLORIA
Lee Juan 17:1 al 5. ¿Qué quiso decir Jesús cuando oró: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti”?
Juan 17:1-5
1 Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; 2 como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste. 3 Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. 4 Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. 5 Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.
El estudio de ayer se centró en la historia terrenal y humana del Evangelio de Juan, con sus enfrentamientos e interacciones entre las personas, siempre en torno a quién es Jesús y qué está haciendo. El estudio de hoy se centra en el argumento divino, cósmico, que también se encuentra en Juan.
El prólogo comienza con ese relato cósmico. Jesús es presentado como el Hijo divino de Dios, el Creador del universo. Una vez más, todo lo que antes no existía, pero llegó a existir, lo hizo solo a través de Jesús. “Todas las cosas fueron hechas por él. Nada de cuanto existe fue hecho sin él” (Juan 1:3). Pero a continuación señala la gloria de que se convirtiera en ser humano en la Encarnación (Juan 1:14). Juan utiliza los términos gloria (doxa: brillo, esplendor, fama, honor) y glorificar (doxazō: alabar, honrar, ensalzar, glorificar) para hablar tanto de recibir honor de los humanos como de recibir honor o gloria de Dios.
En Juan, la idea de glorificar a Jesús está vinculada al concepto de su hora; es decir, el momento de su muerte (comparar con Juan 2:4; 7:30; 8:20; 12:23-27; 13:1; 16:32; 17:1). La Cruz es su hora de gloria.
Esta idea es bastante paradójica porque la crucifixión era la forma más vergonzosa y humillante de ejecución en el antiguo mundo romano. Este increíble contraste, Dios en una cruz, ilustra el entrelazamiento de la trama de la historia humana con la divina.
En el plano humano, Jesús murió en agonía, como un criminal despreciado y débil que clamaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Este lado humano y oscuro de la Cruz se presenta especialmente en Mateo y Marcos (Mat. 27:46; Mar. 15:34).
Pero el lado glorioso de la Cruz se presenta especialmente en Lucas y Juan (Luc. 23:32-47; Juan 19:25-30) como un lugar de salvación, de misericordia, y donde el Hijo de Dios se entrega a su Padre.
¡Qué ironía! La mayor gloria de Dios se revela en su mayor vergüenza: cargar con los pecados del mundo.
Piensa en lo que significa que hiciera falta algo tan drástico: Dios mismo en la Cruz para salvarnos del pecado. ¿Qué nos dice esto acerca de cuán malo es el pecado?
Comentarios Elena G.W
[En Juan 17] Cristo no está orando por la manifestación de la gloria de la naturaleza humana, pues esa naturaleza nunca existió en la preexistencia de Cristo. Está orando a su Padre por una gloria que poseía en su unidad con Dios. Su oración es la de un mediador; el favor que suplica es la manifestación de aquella gloria divina que él poseía cuando era uno con Dios. Que el velo sea quitado, dice, y brille mi gloria: la gloria que tuve contigo antes de que el mundo fuera…
«Padre aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo». Y entonces el Padre declara: «Adórenle todos los ángeles de Dios». La hueste celestial se postra delante de él, y eleva su canto de triunfo y gozo. La gloria rodea al Rey del cielo, y fue contemplado por todos los seres celestiales. No hay palabras que puedan describir la escena que tuvo lugar cuando el Hijo de Dios fue públicamente restablecido al lugar de honor y gloria que dejó voluntariamente cuando se hizo hombre.
Y hoy día Cristo, glorificado y sin embargo aún nuestro hermano, es nuestro Abogado en los atrios celestiales (Comentarios de Elena G. de White en Comentario bíblico adventista del séptimo día, t. 5, p. 1 120).
¡Oh, qué ansias tenía Cristo de salvar a los perdidos! El cuerpo crucificado en la cruz no claudicó de su divinidad, de su poder de salvar por medio del sacrificio humano a todos los que aceptaran su justicia. Al morir en la cruz, transfirió la culpa de la persona del transgresor a la del divino Sustituto si aquél ejercía fe en él como su Redentor personal. Los pecados de un mundo culpable, que en figura se presentan de color carmesí, fueron imputados al divino Representante…
La divinidad hacía su obra mientras la humanidad sufría el odio y la represalia de un pueblo que odiaba a Dios porque Cristo se había presentado como Hijo del Altísimo…
En la oración del pobre ladrón [en la cruz] se escuchaba una nota diferente de la que estaba resonando por todas partes; era una nota de fe que llegó hasta Cristo. La fe del condenado era dulce música para los oídos de Jesús. Escuchó la alegre nota de la redención y la salvación en medio de su agonía. Dios fue glorificado en su Hijo y por medio de él (Cada día con Dios, p. 234).
Cristo había concluido la obra que se le había confiado. Había glorificado a Dios en la tierra. Había manifestado el nombre del Padre. Había reunido a aquellos que habían de continuar su obra entre los hombres. Y dijo: «Yo soy glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo, mas estos están en el mundo, y yo voy a ti. ¡Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que ellos sean uno, así como nosotros lo somos!» «Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos. Para que todos sean una cosa… yo en ellos, y tú en mí, para que sean consumadamente una cosa; y que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado, como también a mí me has amado».
Así, con el lenguaje de quien tenía autoridad divina, Cristo entregó a su electa iglesia en los brazos del Padre. Como consagrado sumo sacerdote, intercedió por los suyos. Como fiel pastor, reunió a su rebaño bajo la sombra del Todopoderoso, en el fuerte y seguro refugio. A él le aguardaba la última batalla con Satanás, y salió para hacerle frente (El Deseado de todas las gentes, p. 635).