Pedro, Santiago y Juan buscaban todas las oportunidades de ponerse en contacto íntimo con el Maestro, y su deseo les fue otorgado. De los doce, la relación de ellos con el Maestro fue la más íntima. Juan solo podía hallar satisfacción en una intimidad aún más estrecha, y la obtuvo. En ocasión de la primera entrevista junto al Jordán, cuando Andrés, habiendo oído a Jesús, corrió a buscar a su hermano, Juan permaneció quieto, extasiado en la meditación de temas maravillosos. Siguió al Salvador siempre, como oidor absorto y ansioso…
Juan anhelaba amor, simpatía y compañía. Se acercaba a Jesús, se sentaba a su lado, se apoyaba en su pecho. Así como una flor bebe del sol y del rocío, él bebía la luz y la vida divinas. Contempló al Salvador con adoración y amor hasta que la semejanza a Cristo y la comunión con él llegaron a constituir su único deseo, y en su carácter se reflejó el carácter del Maestro (La educación, p. 87).
Dejando a Juan, [los dos discípulos] se fueron en pos de Jesús. Uno de ellos era Andrés, hermano de Simón; el otro Juan, el que iba a ser el evangelista. Estos fueron los primeros discípulos de Cristo. Movidos por un impulso irresistible, siguieron a Jesús, ansiosos de hablar con él, aunque asombrados y en silencio, abrumados por el significado del pensamiento: «¿Es este el Mesías?»
Jesús sabía que los discípulos le seguían. Eran las primicias de su ministerio, y había gozo en el corazón del Maestro divino al ver a estas almas responder a su gracia. Sin embargo, volviéndose, les preguntó: «¿Qué buscáis?» Quería dejarlos libres para volver atrás, o para expresar su deseo.
Ellos eran conscientes de un solo propósito. La presencia de Cristo llenaba su pensamiento. Exclamaron: «Rabí… ¿dónde moras?» En una breve entrevista, a orillas del camino no podían recibir lo que anhelaban. Deseaban estar a solas con Jesús, sentarse a sus pies, y oír sus palabras. «Díceles: Venid y ved. Vinieron, y vieron donde moraba, y quedáronse con él aquel día» (Exaltad a Jesús, p. 162).
Si Juan y Andrés hubiesen estado dominados por el espíritu incrédulo de los sacerdotes y gobernantes, no se habrían presentado como discípulos a los pies de Jesús. Habrían venido a él como críticos, para juzgar sus palabras. Muchos cierran así la puerta a las oportunidades más preciosas. No sucedió así con estos primeros discípulos. Habían respondido al llamamiento del Espíritu Santo, manifestado en la predicación de Juan el Bautista. Ahora, reconocían la voz del Maestro celestial. Para ellos, las palabras de Jesús estaban llenas de refrigerio, verdad y belleza. Una iluminación divina se derramaba sobre las enseñanzas de las Escrituras del Antiguo Testamento. Los multilaterales temas de la verdad se destacaban con una nueva luz (El Deseado de todas las gentes, p. 112).