La vida de Cristo se distinguía de la de los demás niños. Su fortaleza moral y su firmeza de carácter siempre lo impulsaban a ser fiel a su concepto del deber y a adherir a los principios rectos. No había móvil, por poderoso que fuera, que pudiera apartarlo de ellos. Ni el dinero ni el placer, la aprobación o la censura podían sobornarlo para hacerlo cometer una mala acción. Era fuerte para resistir a la tentación, sabio para descubrir el mal, y firme para sostener sus convicciones.
Podían los impíos y la gente sin principios adularlo y describir los placeres de las satisfacciones pecaminosas; pero su firmeza de principios era capaz de resistir a las sugestiones satánicas. Había cultivado su don de penetración, de modo que podía discernir la voz del tentador. No se apartaría del deber para conquistar el favor de nadie. No estaba dispuesto a vender sus principios para recibir la alabanza de los hombres o para evitar el vituperio, la envidia y el odio de los enemigos de la justicia y la verdadera piedad. (YI, 04-1872)
Se complacía en desempeñar sus obligaciones frente a sus padres y la sociedad, sin ceder en la que se refería a los principios ni contaminarse con el ambiente impuro que lo rodeaba en Nazaret. (YI, 09-1873)
Cristo jamás fue desleal a los principios de la ley de Dios. Nunca hizo nada que estuviera en pugna con la voluntad de su Padre. (8T:208)
Después de darnos instrucciones generales, Jesús no nos deja adivinar el camino a seguir en medio de un laberinto de senderos y pasos peligrosos. Nos guía en cambio, por el camino recto, y mientras sigamos sus huellas no resbalaremos. (ST, 07-11-1906)
Cada alma debe vivir en ininterrumpida comunión con Cristo. El dice así: “Sin mí nada podéis hacer.” Sus principios deben ser los nuestros; porque son la verdad eterna, proclamada en justicia, piedad, misericordia y amor. (Carta 21, 1901)
Sus principios son lo único firme que el mundo conoce. (PR:548) (77)