Pablo escribió: “Me alegro de ser débil, […] pues lo que me hace fuerte es reconocer que soy débil” (2 Cor. 12:10, TLA). Son unas palabras paradójicas, porque ¿qué puede tener de bueno algo tan malo como la debilidad?
¿Qué alegría puede darme el hecho de sentirme vulnerable ante la vida, ante las circunstancias, ante mí misma y ante los demás? Te respondo: tiene de bueno y de gozoso que es precisamente lo que nos conecta con Dios y los unos con los otros.
Cuando nos sentimos “fuertes” en algo (en nuestra preparación académica, en nuestro atractivo físico, por causa de nuestra inteligencia, recursos económicos, país de nacimiento…), no necesitamos depender de Dios. El orgullo es entonces el que mueve los hilos de nuestro día a día, y las alegrías que sentimos son superficiales, pues parten de la ignorancia de lo que somos en realidad.
Como consecuencia de vernos a través del filtro de nuestras “fortalezas”, nuestras relaciones interpersonales se basan en una fachada que oculta la verdadera naturaleza de lo que somos.
Esa fachada nos impide conectar de verdad con el otro; nos aleja de la autenticidad y, por supuesto, de la compasión cristiana. Son las situaciones que solemos considerar “malas” (dificultades, decepciones, incapacidades, vulnerabilidades, sufrimientos… ¿debilidades?) las que nos muestran quiénes somos: mujeres limitadas por el pecado y necesitadas de un Redentor.
Desde ese espacio mental que reconoce su necesidad de Dios (conocido también como humildad) es que podemos vernos a nosotras mismas de manera equilibrada, comprender al otro como un ser tan necesitado como yo, y alegrarnos de verdad, profundamente, de que eso que percibimos como debilidad fue el camino que nos llevó a la respuesta: Jesús.
Cometemos un error cuando creemos que nuestras debilidades, especialmente las más visibles, nos hacen inmerecedoras de amor; de hecho, nuestras debilidades, nuestros vacíos causados por el pecado, son la razón por la que Jesús vino a este mundo y ahora intercede por nosotras ante el Padre, haciéndonos fuertes donde tenemos que ser fuertes: en él. ¿Habrá mayor amor que ese?
Lo que considerábamos “fortalezas” antes de comprender nuestra necesidad de Dios no merece tal adjetivo, pues era precisamente lo que nos alejaba del verdadero gozo de la vida en dependencia de él. Ahora “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál. 2:20, RVR95), ¡no hay alegría más grande!
“Me alegro de ser débil, […] pues lo que me hace fuerte es reconocer que soy débil” (2 Corintios 12:10, TLA).