Después de unirnos a la Iglesia (en mi caso descubrí la Iglesia Adventista a los diecisiete años y provenía del catolicismo), se producen cambios en nuestra conducta, pero no son necesariamente evidencia de verdadera conversión. Pueden significar fascinación con la conducta de los miembros de esa Iglesia, y adaptación de nuestra conducta para ser aceptadas.
Digamos que podemos experimentar cambios meramente de lo externo (manera de vestir, de hablar, hábitos que se abandonan) para formar parte de una identidad colectiva asociada a ciertas conductas. Queremos pertenecer a esa exclusividad que nos separa de los “de afuera”, y hacemos los ajustes necesarios.
Pero la conversión no es “ajustarse” a una serie de prácticas que definen una cultura religiosa, sino experimentar un cambio interior basado en el evangelio y que define completamente nuestra cosmovisión; un cambio que gira en torno al amor de Dios. Por eso, el apóstol Pablo, que anteriormente vivía “ajustado” en conducta externa a la religión farisaica con la que se identificaba, pudo escribir:
“Si hablo las lenguas de los hombres y aun de los ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Y si tengo el don de profecía, y entiendo todos los designios secretos de Dios, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada. Y si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y aun si entrego mi propio cuerpo para tener de qué enorgullecerme, pero no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor. 13:1-3).
La única prueba de una verdadera conversión es el amor; ese amor capaz de amar a los enemigos, porque lo que más anhela es que todos conozcan a Dios y sean transformados por él. Cualquier otro tipo de cambio de conducta externa que no provenga de esa conversión interna producida por el amor de Dios a través del Espíritu Santo conduce al orgullo denominacional.
Es maravilloso conocer el mensaje de salvación a través de una Iglesia, y descubrir un estilo de vida ajustado a la Biblia; la clave es dejar que ese mensaje, el mensaje del amor de Dios, nos transforme en lo más íntimo, llevándonos a esa fe humilde que obra por el amor. Por supuesto, eso se verá en lo externo, pero girará en torno al amor de Dios, y a nada más.
¿Amas a quien te odia? Eso es verdadera conversión.
“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8).