La caída del hombre llenó todo el cielo de tristeza. El mundo que Dios había hecho quedaba mancillado por la maldición del pecado, y habitado por seres condenados a la miseria y a la muerte. Parecía no existir escapatoria para aquellos que habían quebrantado la ley…
El Hijo de Dios, el glorioso Soberano del cielo, se conmovió de compasión por la raza caída. Una infinita misericordia conmovió su corazón al evocar las desgracias de un mundo perdido. Pero el amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido… Ninguno sino Cristo podía salvar al hombre de la maldición de la ley, y colocarlo otra vez en armonía con el Cielo…
El plan de la salvación había sido concebido antes de la creación del mundo; pues Cristo es «el Cordero, el cual fue muerto desde el principio del mundo». Apocalipsis 13:8. Sin embargo, fue una lucha, aun para el mismo Rey del universo, entregar a su Hijo a la muerte por la raza culpable. Pero, «de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna». Juan 3:16. ¡Oh, el misterio de la redención! ¡El amor de Dios hacia un mundo que no le amaba! ¿Quién puede comprender la profundidad de ese amor «que excede a todo conocimiento»? Al través de los siglos sin fin, las mentes inmortales, tratando de entender el misterio de ese incomprensible amor, se maravillarán y adorarán a Dios (Historia de los patriarcas y profetas, pp. 48, 49).
El fundamento de nuestra esperanza en Cristo es el hecho de que nos reconozcamos a nosotros mismos como pecadores necesitados de restauración y redención. Porque somos pecadores tenemos ánimo para reclamarlo como nuestro Salvador. Por lo tanto, prestemos atención, no sea que tratemos a los que yerran en forma tal que manifieste que no tenemos necesidad de redención. No delatemos, condenemos y destruyamos como si nosotros fuéramos perfectos. La obra de Cristo es reparar, curar, restaurar. Dios es amor en sí mismo, en su misma esencia. El… no da a Satanás ocasión de triunfo por presentar la peor apariencia o por exponer nuestras debilidades a nuestros enemigos.
Cristo vino a poner la salvación al alcance de todos. Sobre la cruz del Calvario pagó el precio infinito de la redención de un mundo perdido… Su misión estaba destinada a los pecadores: de todo grado, de toda lengua y nación… Los que más yerran, los más pecaminosos, no fueron pasados por alto; sus labores estaban especialmente dedicadas a aquellos que más necesitaban la salvación que él había venido a ofrecer. Cuanto mayores eran sus necesidades de reforma, más profundo era el interés de él, mayor su simpatía, y más fervientes sus labores. Su gran corazón lleno de amor se conmovió hasta sus profundidades en favor de aquellos cuya condición era más desesperada, de aquellos que más necesitaban su gracia transformadora (In Heavenly Places, p. 291; parcialmente en En los lugares celestiales, p. 293, y en La maravillosa gracia de Dios, p. 234).