Los requerimientos de los padres deben ser siempre razonables; deben expresar bondad, no por una negligencia insensata, sino por una sabia dirección. Han de enseñar a sus hijos en forma agradable, sin reñir ni censurarlos, procurando ligar consigo el corazón de los pequeñuelos con sedosas cuerdas de amor…
La influencia de la autoridad y el amor equilibradamente combinados permitirá mantener con firmeza y bondad las riendas de la disciplina familiar. La mirada puesta en la gloria de Dios y en lo que nuestros niños le deben a él nos librará de la negligencia y la condescendencia con el mal (La fe por la cual vivo, p. 268).
Dios ve el corazón y el carácter de los hombres cuando ellos mismos no se dan cuenta exacta de su propia condición. El sabe que su obra y su causa sufrirán si no se corrigen los errores que existen en ellos sin que los adviertan y, por lo tanto, sin que los corrijan. Cristo nos llama sus siervos si hacemos lo que nos manda. A cada cual se le asigna su esfera particular, su lugar de trabajo, y Dios no requiere nada más ni nada menos, tanto del más humilde como del más grande, que el pleno cumplimiento de su vocación. No nos pertenecemos a nosotros mismos. Por gracia hemos llegado a ser siervos de Cristo. Hemos sido adquiridos por la sangre del Hijo de Dios (Cada día con Dios, p. 164).
El Señor está familiarizado con nosotros individualmente. A cada ser nacido en el mundo le es señalada su obra, con el propósito de que prepare un mundo mejor… Cada uno tiene su círculo [de acción], y si el agente humano hace de Dios su consejero, entonces no estará trabajando con fines opuestos a los de Dios. Él destina a cada uno un lugar y un trabajo, y si individualmente nos sometemos para ser preparados por el Señor, no importa cuán confusa e intrincada pueda parecer la vida a nuestros ojos, Dios tiene un propósito en todo ello, y la maquinaria humana, obediente bajo la mano de la sabiduría divina, cumplirá los propósitos de Dios.
Así como en un bien disciplinado ejército cada soldado tiene su puesto señalado y se le requiere que cumpla su parte en la contribución a la fortaleza y perfección del todo, de la misma manera el obrero de Dios debe realizar su parte señalada en la gran obra de Dios…
Nuestro Padre celestial es nuestro Dirigente y debemos someternos a su disciplina. Somos miembros de su familia. Tiene derecho a nuestro servicio, y si uno de los miembros de su familia persistiera en seguir su propio camino, y se empeñara en hacer solo lo que le placiera, entonces ese espíritu produciría un estado de cosas confuso y desordenado. No debemos hacer planes para seguir nuestra propia senda, sino la senda y la voluntad de Dios.
Hable Dios, y diremos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (En los lugares celestiales, p. 230).