Cristo fue el mayor Maestro que el mundo conoció jamás. Vino a esta tierra para difundir los brillantes rayos de la verdad, a fin de que los hombres pudiesen adquirir idoneidad para el cielo. «Para esto he venido al mundo —declaró—, para dar testimonio a la verdad». Juan 18:37. Vino para revelar el carácter del Padre, a fin de que los hombres pudiesen ser inducidos a adorarle en espíritu y en verdad.
El cielo sabía que el hombre necesitaba un maestro divino. La compasión v simpatía de Dios se despertaron en favor de los seres humanos, caídos y atados al carro de Satanás; y cuando llegó la plenitud del tiempo, él envió a su Hijo. El que había sido señalado en los concilios del cielo, vino a esta tierra como instructor del hombre. La rica benevolencia de Dios lo dio a nuestro mundo; y para satisfacer las necesidades de la naturaleza humana, se revistió de humanidad (Consejos para los maestros, p. 246).
En el templo de Jerusalén, una muralla baja separaba el atrio exterior de todas las demás porciones del edificio sagrado. En esta pared, había inscripciones en diferentes idiomas que declaraban que a nadie sino a los judíos se permitía pasar ese límite, Si un gentil hubiese querido entrar en el recinto interior, habría profanado el templo, y habría sufrido la pena de muerte. Pero Jesús, el que diera origen al templo y su ceremonial, atraía a los gentiles a sí por el vínculo de la simpatía humana, mientras que su gracia divina les presentaba la salvación que los judíos rechazaban (El Deseado de todas las gentes, p. 164).
Cerca de los israelitas que se habían dedicado a la tarea de reedificar el templo, moraban los samaritanos, raza mixta que provenía de los casamientos entre los colonos paganos oriundos de las provincias de Asiria y el residuo de las diez tribus que había quedado en Samaria y Galilea. En años ulteriores los samaritanos aseveraron que adoraban al verdadero Dios; pero en su corazón y en la práctica eran idólatras…
Durante la época de la restauración, estos samaritanos se dieron a conocer como «enemigos de Judá y de Benjamín». Oyendo «que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, llegáronse a Zorobabel, y a los cabezas de los padres», y expresaron el deseo de participar con ellos en esa construcción. Propusieron: «Edificaremos con vosotros…» Pero lo que solicitaban, les fue negado. «No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios —declararon los dirigentes israelitas—, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel, como nos mandó el rey Ciro, rey de Persia». Esdras 4:1-3…
[S]i los caudillos judíos hubiesen aceptado este ofrecimiento de ayuda, habrían abierto la puerta a la idolatría. Supieron discernir la falta de sinceridad de los samaritanos. Comprendieron que la ayuda obtenida por una alianza con aquellos hombres sería insignificante, comparada con la bendición que podían esperar si seguían las claras órdenes de Jehová (Profetas y reyes, pp. 415, 416).