«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados». Aquí hay una declaración que define el propósito del Señor hacia un pueblo corrompido e idólatra. »¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión». ¿Tendrá que abandonar Dios a un pueblo, en favor del cual ha hecho algo tan grande, a saber, dar a su Hijo unigénito, la expresa imagen de sí mismo? Dios permite que su Hijo sea entregado por nuestras ofensas. El mismo asume los atributos del juez frente al portador del pecado, despojándose de las amorosas características de un padre.
De este modo el amor se manifiesta en la forma más maravillosa a una raza rebelde. ¡Qué espectáculo para los ángeles! ¡Qué esperanza para el hombre, ya que «siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros»! El justo sufrió por el injusto; llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas’?» (Testimonios para los ministros, pp. 245, 246).
Jesús no consideró el cielo como lugar deseable mientras estuviéramos nosotros perdidos. Dejó los atrios celestiales para llevar una vida de vituperios e insultos, y para sufrir una muerte ignominiosa. El que era rico en tesoros celestiales inapreciables, se hizo pobre, para que por su pobreza fuéramos nosotros ricos. Debemos seguir sus huellas.
El que se convierte en hijo de Dios ha de considerarse como eslabón de la cadena tendida para salvar al mundo. Debe considerarse uno con Cristo en su plan de misericordia, y salir con él a buscar y salvar a los perdidos.
Muchos estimarían como gran privilegio el visitar las regiones en que se desarrolló la vida terrenal de Cristo, andar por donde él anduvo, contemplar el lago junto a cuya orilla le gustaba enseñar, y las colinas y los valles en que se posaron tantas veces sus miradas. Pero no necesitamos ir a Nazaret, ni a Capernaúm ni a Betania, para andar en las pisadas de Jesús. Veremos sus huellas junto al lecho del enfermo, en las chozas de los pobres, en las calles atestadas de las grandes ciudades, y doquiera haya corazones necesitados de consuelo (El ministerio de curación, pp. 72, 73).
Ha de meditarse cuidadosamente sobre la vida de Cristo, y estudiarla constantemente con el deseo de entender la razón por la que él tuvo que venir. Solo podemos formular nuestras conclusiones mediante el escudriñamiento de las Escrituras, tal como Cristo nos ha ordenado hacerlo, cuando dice «ellas son las que dan testimonio de mí». Juan 5:39. Podemos encontrar mediante la investigación de la Palabra las virtudes de la obediencia en contraste con la pecaminosidad de la desobediencia. «Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos». Romanos 5:19 (Reflejemos a Jesús, p. 124).