En la fraternidad humana, se requiere toda clase de talento para hacer un perfecto conjunto; y la iglesia de Cristo está compuesta de hombres y mujeres de diversos talentos, y de todas clases. Dios no quiso nunca que el orgullo de los hombres abrogase lo que su sabiduría había ordenado, a saber: la combinación de mentes de toda clase, de todos los diversos talentos para formar un conjunto completo. Nadie debe menoscabar ninguna parte de la gran obra de Dios, sean los agentes encumbrados o humildes. Todos tienen que hacer su parte en cuanto a difundir la luz en diferentes grados.
No debe haber monopolio de lo que, en cierta medida, pertenece a todos, encumbrados y humildes, ricos y pobres, sabios e ignorantes. Ningún rayo de luz debe ser estimado en menos que su valor, ningún rayo debe ser cegado ni pasar inadvertido, ni siquiera ser reconocido de mala gana. Desempeñen todos su parte para la verdad y la justicia. Los intereses de las diferentes clases de la sociedad están indisolublemente unidos. Estamos todos entretejidos en la gran trama de la humanidad, y no podemos retirar nuestras simpatías unos de otros, sin que haya pérdida. Es imposible que se conserve una influencia sana en la iglesia cuando no existen esta simpatía y este interés recíprocos (Obreros evangélicos, p. 346).
Concuerda con lo ordenado por Dios que se asocien personas de diversos temperamentos. Cuando esto sucede, cada miembro de la familia debe considerar y respetar como sagrados los sentimientos y derechos ajenos. Así se cultivarán la consideración y la tolerancia mutuas, se subyugarán los prejuicios y se suavizarán los rasgos toscos del carácter. Se asegurará la armonía, y la fusión de los variados temperamentos beneficiará a cada uno (El hogar cristiano, pp. 386, 387).
Que la pregunta resuene hoy al corazón de todos los que profesan el nombre de Cristo: «¿Crees en el Hijo de Dios?»… Muchos aceptan a Jesús como un principio, una creencia, pero no tienen una fe salvadora en él como su sacrificio y Salvador. No se dan cuenta de que Cristo ha muerto para salvarlos del castigo de la ley que han transgredido, a fin de que puedan volver a ser leales a Dios. ¿Crees que Cristo, como vuestro sustituto, paga la deuda de vuestra transgresión? Pero no para que continuéis en el pecado, sino para que seáis salvados de vuestros pecados; para que, por los méritos de su justicia, seáis reintegrados al favor de Dios…
Podéis decir que creéis en Jesús, cuando tenéis una apreciación del coste de la salvación. Podéis hacer esta afirmación, cuando sentís que Jesús murió por vosotros en la cruenta cruz del Calvario; cuando tenéis una fe inteligente y comprensiva de que su muerte hace posible que dejéis de pecar, y que perfeccionéis un carácter justo por la gracia de Dios, otorgada a vosotros gracias al precio de la sangre de Cristo (The Review and Herald, 24 de julio, 1888, párrafo 4, 5).