En 2010, se hizo un estudio139 con miles de personas, a las que se les preguntó qué les hacía más felices y más infelices. El resultado fue que somos menos felices cuando nuestra mente divaga; cuando, como se suele decir, estamos dándole a la cabeza todo el tiempo.
Lo que pensamos es más importante para nuestra felicidad que la actividad que estamos realizando (esto resulta obvio, pues es posible estar presentes físicamente pero mentalmente ausentes). Por si esto fuera poco, se sabe desde los años setenta del pasado siglo, que incluso cuando no estamos haciendo nada, nuestra mente está haciendo algo.
Como muestran las imágenes computarizadas del cerebro humano en reposo, nuestra red neuronal por defecto es la actividad mental constante. Inconscientemente, nos vienen a la cabeza pensamientos espontáneos, cuyo protagonista suele ser, en un 70 % según los expertos, el yo.140 Mi monólogo interno es mi voz, hablándome a mí de mí, interpretando a mi manera lo que sucede, preguntándome cómo me afecta y sintiendo las emociones que me genera. ¿Te das cuenta?
Estamos la mayor parte del tiempo, tanto cuando hacemos algo como cuando no hacemos nada, pensando, recordando, imaginando, hablándonos a nosotras mismas de nosotras mismas. Cual una vaca rumiando pasto, rumiamos pensamientos egocéntricos día sí, día también. Esto no sería tan malo si no fuera porque impacta directamente, como dijimos, nuestra felicidad.
Y Dios no quiere hijas infelices que den un mal testimonio de su carácter. Es vital que nuestros contenidos mentales no nos secuestren emocionalmente, robándonos nuestra libertad en Cristo. El dominio propio mental es básico; y como sabemos, el dominio propio, en todas sus posibles dimensiones, es fruto del Espíritu.
Para ser libres del filtro mental egocéntrico que nos secuestra llevándonos de la tristeza a la amargura; del enojo a la ira; de la experiencia al rencor; ¿qué mejor que pedirle a Dios que intervenga en nuestro pensamiento, dándonos silencio mental?
Dice la Biblia: “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isa. 30:15, JBS); quizás eso explica por qué somos débiles. Dios quiera que podamos decir, como el Salmista: “He acallado mi alma. […] ¡Como un niño destetado está mi alma!” (Sal. 131:2, RVR95). Porque para poder vivir en quietud, confianza, fortaleza y felicidad, nuestra mente/alma/corazón debe colaborar.
“Dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar” (Romanos 12:2, NTV).
139 Killingsworth, Gilbert, “Una mente que divaga es una mente infeliz”, Science, vol. 330, p. 932. 140 «The Dark Energy of the Brain”, Marcus Raichle, https://depts.washington.edu/mbwc/news/article/uw-alum-neuroscientist-dr.-marcus-raichle-on-the-resting-brain [consultado en septiembre de 2022].