No es la voluntad de Dios que sus hijos estén abrumados por las preocupaciones. Pero nuestro
Señor no nos engaña. No nos dice: "No temáis; no hay peligro en vuestra senda". Sabe que hay
pruebas y peligros, y no trata de ocultarlos. No se propone sacar a su pueblo de un mundo de
pecado y maldad, pero les señala un refugio seguro (A fin de conocerle, p. 224).
Dios conoce nuestras necesidades y ha hecho provisión para satisfacerlas. El Señor tiene una
tesorería con abundantes provisiones para sus hijos, y puede darles lo que necesitan en todas las
circunstancias. ¿Entonces por qué no confiáis en él? Ha hecho preciosas promesas a sus hijos a
condición de que obedezcan fielmente sus preceptos. No hay ninguna carga que no pueda quitar,
ninguna tiniebla que no pueda disipar, ninguna debilidad que no pueda transformar en poder,
ningún temor que no pueda apaciguar, ninguna aspiración digna que no pueda guiar y justificar (A
fin de conocerle, p. 223).
Muchas veces, al encontrarnos en situación penosa, dudamos de que el Espíritu de Dios nos haya
estado guiando. Pero fue la dirección del Espíritu la que llevó a Jesús al desierto, para ser tentado
por Satanás. Cuando Dios nos somete a una prueba, tiene un fin que lograr para nuestro bien. Jesús
no confió presuntuosamente en las promesas de Dios yendo a la tentación sin recibir la orden, ni
se entregó a la desesperación cuando la tentación le sobrevino. Ni debemos hacerlo nosotros. "Fiel
es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente
con la tentación la salida, para que podáis aguantar". Él dice: "Sacrifica a Dios alabanza, y paga
tus votos al Altísimo. E invócame en el día de la angustia: te libraré, y tú me honrarás". 1 Corintios
10:13; Salmo 5:14, 15 (El Deseado de todas las gentes, p. 102).
Cuando sufrimos pruebas que parecen inexplicables, no debemos permitir que nuestra paz sea
malograda. Por injustamente que seamos tratados, no permitamos que la pasión se despierte.
Condescendiendo con un espíritu de venganza nos dañamos a nosotros mismos. Destruimos
nuestra propia confianza en Dios y ofendemos al Espíritu Santo. Hay a nuestro lado un testigo, un
mensajero celestial, que levantará por nosotros una barrera contra el enemigo. El nos envolverá
con los brillantes rayos del Sol de Justicia. A través de ellos Satanás no puede penetrar. No puede
atravesar este escudo de luz divina.
Mientras el mundo progresa en la impiedad, ninguno de nosotros necesita hacerse la ilusión de
que no tendrá dificultades. Pero son esas mismas dificultades las que nos llevan a la cámara de
audiencias del Altísimo. Podemos pedir consejo a Aquel que es infinito en sabiduría.
El Señor dice: "Invócame en el día de la angustia". Salmo 50:15. El nos invita a presentarle lo
que nos tiene perplejos y lo que hemos menester, y nuestra necesidad de la ayuda divina. Nos
aconseja ser constantes en la oración. Tan pronto como las dificultades surgen, debemos dirigirle
nuestras sinceras y fervientes peticiones. Nuestras oraciones importunas evidencian nuestra
vigorosa confianza en Dios. El sentimiento de nuestra necesidad nos induce a orar con fervor, y
nuestro Padre celestial es movido por nuestras súplicas (Palabras de vida del gran Maestro, pp.
135, 136).