Según Tertuliano, escritor del siglo I, existía en la Antigua Roma la siguiente costumbre: cuando un general militar regresaba tras haber salido victorioso en batalla, la ciudad de los césares le prodigaba un recibimiento por todo lo alto. Por el Campo de Marte desfilaban el triunfador y sus tropas para rendir, a los pies del césar, los tesoros y prisioneros traídos de tierras conquistadas. El desfile triunfal era, en sí mismo, un premio para el general, porque constituía un gran honor.
Desde el comienzo de la marcha, hasta una coronación con laureles tal que, por un día, el general parecía hacer sombra al mismísimo emperador, había un siervo que tenía un encargo muy peculiar. Para que el militar no olvidara que aquel era un momento puntual y pasajero, Julio César encargaba al esclavo que estuviera en todo momento detrás del héroe y, alzando una corona sobre su cabeza, repitiera constantemente las palabras:
Respice post te! Hominem te ese memento!, que, en español, significa: “¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre”. La frase tenía como objetivo impedir que el general victorioso cayera en el orgullo y la soberbia. Así que el papel del esclavo era recordarle al simple mortal que la soberbia no es grandeza, sino una hinchazón malsana.
¿Quién desempeña ese papel en tu vida? ¿Quién te recuerda que eres humana y, por tanto, falible, limitada, dependiente de Dios? ¿Tal vez son las relaciones laborales que, de vez en cuando, te hacen sentir impotente cuando creías que lo tenías todo bajo control?
¿Tal vez es tu pareja, tus hijos, las estrecheces económicas, o una enfermedad que se ha convertido en aguijón en tu carne? ¿Por qué no lo percibes como algo al servicio de Dios, para que nunca pierdas la perspectiva de lo que fuiste, lo que eres y lo que serás? Con esa perspectiva, te será fácil comprender que no hay razón para sentirte orgullosa.
Aunque según los parámetros humanos, los grandes honores conducen al orgullo, bíblicamente hablando “tras el orgullo viene el fracaso; tras la humildad, la prosperidad” (Prov. 18:12). “Si alguno quiere gloriarse, que se gloríe del Señor. Porque el hombre digno de aprobación no es el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien el Señor alaba” (2 Cor. 10:17, 18).
Si queremos presentarnos delante de Dios como dignas de aprobación hemos de tener cuidado con mantener a raya toda manifestación de soberbia. Quien se hincha por sus grandes “logros” parece la gran cosa, pero no está sano. La humildad, en cambio, es fuente de salud emocional, espiritual y física. Y no solo eso, sino que además, conduce a la verdadera sabiduría.
“El orgullo acarrea deshonra; la sabiduría está con los humildes” (Prov. 11:2).