Lunes 27 de febrero – “GUÁRDENSE DE TODA AVARICIA”

“GUÁRDENSE DE TODA AVARICIA” “Y les dijo: ‘¡Cuidado! Guárdense de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en…

 Lunes 27 de febrero – “GUÁRDENSE DE TODA AVARICIA”

“GUÁRDENSE DE TODA AVARICIA”

“Y les dijo: ‘¡Cuidado! Guárdense de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee’ ” (Luc. 12:15).

Lunes: 27 de Febrero

UN ANATEMA EN EL CAMPAMENTO

Podría decirse que fue uno de los momentos más grandiosos en la historia de Israel. Después de cuarenta años de vagar por el desierto, finalmente estaban entrando en la Tierra Prometida. Mediante un milagro impresionante, los hijos de Israel cruzaron el río Jordán por tierra firme en la época en que este se inundaba. Esta travesía por tierra firme fue tan impresionante que el corazón de los reyes paganos de Canaán se derritió y no tuvieron ánimo para pelear (Jos. 5:1).

El primer desafío real en la conquista de Canaán fue la ciudad amurallada y fortificada de Jericó. Nadie sabía qué hacer para derrotar a los habitantes de Jericó, ni siquiera Josué. En respuesta a la oración de Josué, Dios le reveló el plan para la destrucción de la ciudad, el cual siguieron. Pero luego de esa victoria las cosas tomaron un giro decididamente malo.

Lee Josué 7. ¿Qué sucedió después de la poderosa victoria en Jericó y qué mensaje debemos extraer de esta historia para nosotros?

Una vez confrontado, Acán admitió lo que hizo, diciendo que había “codiciado” esos bienes. La palabra hebrea traducida allí como “codicié”, chmd, se utiliza en algunos lugares de la Biblia en un sentido muy positivo. La misma raíz aparece en Daniel 9:23, por ejemplo, cuando Gabriel le dijo a Daniel que era un hombre “muy amado”.

Sin embargo, en este caso, este chmd era una mala noticia. A pesar de la clara orden de no saquear para sí de las ciudades capturadas (Jos. 6:18, 19), Acán hizo exactamente eso, y desprestigió a toda la nación. De hecho, después de la derrota de Hai, Josué temía que “los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra; y entonces, ¿qué harás tú a tu grande nombre?” (Jos. 7:9). En otras palabras, el Señor quería utilizar estas grandes victorias como una manera de hacer saber a las naciones vecinas de su poder y su obra entre su propio pueblo. Sus conquistas iban a ser (de una manera diferente) un testimonio para las naciones del poder de Jehová. Por supuesto, después del fiasco de Hai, además de las pérdidas humanas, ese testimonio se había visto comprometido.

Piensa en la facilidad con la que Acán podría haber justificado sus acciones: “Bueno, es una cantidad tan pequeña en comparación con todo el resto del botín. Nadie lo sabrá, y ¿qué mal puede causar? Además, mi familia necesita el dinero”. ¿Cómo podemos protegernos de este tipo de racionalización peligrosa?

Comentarios Elena G.W

Para establecer su culpabilidad en forma indisputable, que no dejase motivo alguno para pensar que se lo había condenado injustamente, Josué exhortó solemnemente a Acán para que reconociera la verdad. El miserable culpable hizo una confesión completa de su falta: “Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel… Vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos; lo cual codicié, y tomé: y he aquí que está escondido debajo de tierra en el medio de mi tienda”… Entre los millones de Israel, solo hubo un hombre que, en aquella hora solemne de triunfo y castigo, osó violar el mandamiento de Dios. La vista de aquel costoso manto babilónico despertó la codicia de Acán; y aun frente a la muerte que por su causa arrostraba, lo llamó “manto babilónico muy bueno”. Un pecado le había llevado a cometer otro, y se adueñó del oro y la plata dedicados al tesoro del Señor; le robó a Dios parte de las primicias de la tierra de Canaán (Historia de los patriarcas y profetas, pp. 528-530). El que considera las cosas terrenales como el mayor bien, el que dedica su vida al esfuerzo de obtener riquezas mundanales, ciertamente está haciendo una pobre inversión. Cuando sea demasiado tarde verá que aquello en que confía se desmorona en el polvo. Solo mediante la abnegación, mediante el sacrificio de las riquezas terrenales, se pueden obtener las riquezas eternas. El cristiano entra en el reino de los cielos por medio de mucha tribulación. Constantemente debe librar la buena batalla, y no deponer sus armas hasta que Cristo le dé reposo. Solo al dar a Jesús todo lo que tiene puede asegurarse la herencia que durará por toda la eternidad (Cada día con Dios, p. 150). Esto ocasionó la ruina de los judíos y será la ruina de muchas almas en nuestros tiempos. Miles están cometiendo el mismo error que los fariseos a quienes Cristo reprendió en el festín de Mateo. Antes que renunciar a alguna idea que les es cara, o descartar algún ídolo de su opinión, muchos rechazan la verdad que desciende del Padre de las luces. Confían en sí mismos y dependen de su propia sabiduría, y no comprenden su pobreza espiritual. Insisten en ser salvos de alguna manera por la cual puedan realizar alguna obra importante. Cuando ven que no pueden entretejer el yo en esa obra, rechazan la salvación provista. Una religión legal no puede nunca conducir las almas a Cristo, porque es una religión sin amor y sin Cristo. El ayuno o la oración motivada por un espíritu de justificación propia, es abominación a Dios. La solemne asamblea para adorar, la repetición de ceremonias religiosas, la humillación externa, el sacrificio imponente, proclaman que el que hace esas cosas se considera justo, con derecho al cielo, pero es todo un engaño. Nuestras propias obras no pueden nunca comprar la salvación… El hombre debe despojarse de sí mismo antes que pueda ser, en el sentido más pleno, creyente en Jesús. Entonces el Señor puede hacer del hombre una nueva criatura. Los nuevos odres pueden contener el nuevo vino. El amor de Cristo animará al creyente con nueva vida. En aquel que mira al Autor y Consumador de nuestra fe, se manifestará el carácter de Cristo (El Deseado de todas las gentes, p. 246).

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