Perdonar no solo es clave para la salud física de nuestro corazón, sino que es el corazón mismo de la vida cristiana. “Cristiano”, como su nombre indica, es quien “profesa la fe de Cristo”, y Cristo vino al mundo para perdonarnos y reconciliarnos con Dios.
Por eso, así como Dios nos perdonó a nosotros en Cristo, nosotros hemos de ser compasivos unos con otros y perdonarnos mutuamente (Efe. 4:32); “porque si ustedes perdonan a otros el mal que les han hecho, su Padre que está en el cielo los perdonará también a ustedes” (Mat. 6:14). Ese perdón, el perdón del Padre, es lo que un cristiano más anhela.
Cuando hablamos de perdón, siempre pensamos en lo difícil que es para nosotras perdonar a alguien, y hacemos un análisis racional de cómo lograr algo tan difícil; pero sería más interesante, cuando pensamos en el perdón, hacer un análisis espiritual de las ofensas que nosotras hemos cometido contra otros y cómo Dios nos ha perdonado cosas que nosotras no somos capaces de perdonar.
No se trata apenas de lo que los demás hacen contra mí, como si fuéramos víctimas inevitables de la maldad ajena; se trata también del mal que nosotras hacemos, convirtiendo a otros en víctimas de nuestros errores.
El evangelio mismo es un llamado a aceptar el perdón que Dios nos da (porque, admitámoslo, somos pecadoras reincidentes y necesitamos ese amor perdonador para recuperar la paz mental), y a pasar esa bendición perdonando a otros, ayudándolos así a conocer mejor a Dios, el gran Perdonador.
“Dios nos rescató de la oscuridad en que vivíamos, y nos llevó al reino de su amado Hijo, quien por su muerte nos salvó y perdonó nuestros pecados” (Col. 1:13, 14, TLA). Esa capacidad infinita de perdonar es una luz en sí misma y, ser luz, es otro de los llamados que nos hace el evangelio: “Procuren ustedes que su luz brille delante de la gente, para que, viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a su Padre que está en el cielo” (Mat. 5:16).
Somos luz a medida que vamos reflejando el carácter de Dios; y este carácter es, sobre todo perdonador: “¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito? […] Tu mayor placer es amar” (Miq. 7:18). Ser luz para rescatar a otros de la oscuridad, así como Dios nos rescató un día a nosotras de nuestra propia oscuridad, es un maravilloso privilegio.
Para brillar hay que perdonar. Así de intricado está el perdón con el amor que debe permear la vivencia cristiana. Nuestra luz irá en aumento a medida que perdonar se vaya convirtiendo en nuestro mayor placer, es decir, nuestra forma de vivir auténticamente lo que es amar. Podemos empezar con esta oración: Señor, enséñame a reflejar tu amor a través del perdón.
“Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes” (Col. 3:13, RVC).