Dos viajeros se cruzaron en el camino y se sentaron a conversar. De pronto, uno dijo:
—Estoy tan cansado que no sé si podré llegar a mi destino.
—Bueno, ambos vamos al mismo lugar —repuso el otro—. ¿Sabes cuánto falta para llegar?
—Veinte kilómetros.
—Tengo una idea genial —propuso—: caminemos diez kilómetros cada uno.
¡Qué idea tan “genial”! Es como pensar que puede otra persona vivir mi fe por mí, indicarme qué creer o qué hacer en el caminar cristiano. Nuestros hermanos y hermanas en la fe pueden acompañarnos en la vida, compartir con nosotras el mensaje, ayudarnos a ir a la Biblia por nosotras mismas, y todo eso es de gran valor; pero no podemos depender de nadie ni pedirle a nadie que sea conciencia nuestra. Nadie puede caminar por nosotras nuestro propio trayecto.
“Es mejor confiar en el Señor que confiar en grandes hombres” (Sal. 118:9), dice la Biblia, porque por muy grandes que sean esas personas, son seres humanos. No hemos de depender de nadie que no sea el Señor.
“En todo su trato con los seres humanos, reconoce el principio de la responsabilidad personal. […] Desea asociar lo humano con lo divino, para que los hombres se transformen en la imagen divina. Satanás procura frustrar este propósito, y se esfuerza en alentar a los hombres a depender de los hombres. Cuando las mentes se desvían de Dios, el tentador puede someterlas a su gobierno, y dominar a la humanidad. Dependan plenamente de Dios. Si obran de otro modo, les conviene detenerse” (Mente, carácter y personalidad, t. 1, pp. 259, 260).
Este me parece un buen momento para que nos detengamos y reconsideremos, no sea que estemos fomentando la dinámica de la dependencia interpersonal; no sea que estemos depositando en otra persona lo que solo nos corresponde a nosotras.
“No podemos depender de ningún ser finito para ser guiados. La Roca de la fe es la presencia viva de Cristo en la iglesia. De ella puede depender el más débil, y los que se creen los más fuertes resultarán los más débiles, a menos que hagan de Cristo su eficiencia” (El Deseado de todas las gentes, p. 383). No quiere decir que no nos ayudemos unos a otros, sino que la verdadera ayuda siempre implicará invitarnos a ir a Cristo personalmente.
“No pongan su confianza en hombres importantes, en simples hombres que no pueden salvar” (Sal. 146:3).