Martes 28 de enero – INDIGNACIÓN JUSTA – LA IRA DEL AMOR DIVINO

LA IRA DEL AMOR DIVINO «Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad y no los destruía; apartó muchas veces su ira…

 Martes 28 de enero – INDIGNACIÓN JUSTA – LA IRA DEL AMOR DIVINO

LA IRA DEL AMOR DIVINO

«Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad y no los destruía; apartó muchas veces su ira y no despertó todo su enojo» (Sal. 78: 38).

Martes: 28 de enero

INDIGNACIÓN JUSTA

Aunque hay muchas formas inapropiadas de la ira, la Biblia también enseña que existe la “justa indignación”.

Imaginemos a una madre que observa a su hija de tres años jugando en el parque y que es atacada de pronto por un hombre. ¿No debería airarse? Por supuesto que sí. La ira es la respuesta apropiada del amor en tal circunstancia. Este ejemplo nos ayuda a entender la “justa indignación” de Dios.

Lee Mateo 21: 12 y 13; y Juan 2: 14 y 15. ¿Qué nos dice la reacción de Jesús ante la forma indebida en que era utilizado el Templo acerca del enojo divino en respuesta al mal?

 

Mateo 21: 12-13

12 Y entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; 13 y les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.

 

Juan 2: 14-15

14 y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. 15 Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas;

En estos casos, Jesús muestra el “celo piadoso” de la justa indignación contra quienes trataban el Templo de Dios como algo vulgar y lo habían convertido en una “cueva de ladrones” para aprovecharse de las viudas, los huérfanos y los pobres (Mat. 21: 13; compara con Juan 2: 16). El Templo y los servicios religiosos celebrados en él, que se suponía debían tipificar el perdón misericordioso de Dios y su obra para limpiar a los pecadores de sus pecados, estaban siendo utilizados para engañar y oprimir a algunos de los más vulnerables. Era lógico que Jesús se airara a causa de esa abominación.

Marcos 10: 13 y 14 y Marcos 3: 4 y 5 ofrecen más ejemplos de su justa indignación. Cuando la gente traía niños pequeños a él y los discípulos reprendían a quienes los traían, Jesús “se enojó”; literalmente, “se indignó”. Les dijo: “Dejad a los niños venir a mí” (Mar. 10: 13, 14).

En otra ocasión, cuando los fariseos esperaban que Jesús sanara a alguien para acusarlo de quebrantar el sábado, el Señor les preguntó: “¿Es lícito en los sábados hacer bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla?” (Mar. 3: 4). “Los miró con enojo y tristeza, al ver la dureza de sus corazones” y procedió a curar al hombre (Mar. 3: 5, RVC). La ira de Cristo se asocia aquí con el dolor por la dureza de ellos; es la justa ira del amor, la misma atribuida a Dios en el Antiguo Testamento. ¿Cómo podría el amor no sentirse molesto por el mal, especialmente cuando este hiere a quienes son objeto de ese amor?

¿Cómo podemos cuidarnos de justificar la ira egoísta como si fuera “justa indignación”? ¿Por qué es tan fácil cometer ese error y cómo podemos protegernos de esa trampa sutil pero real?

Comentarios Elena G.W

[Jesús] descendió lentamente los escalones [del templo] y, levantando el látigo, que en su mano parecía haberse convertido en un cetro real, ordenó a los negociantes que abandonaran los límites sagrados del templo y se llevaran sus mercancías. Con un celo sublime y una severidad que nunca antes había manifestado, volcó las mesas de los cambistas, y las monedas cayeron, sonando fuertemente sobre el suelo de mármol. Los más endurecidos y desafiantes no se atrevieron a desafiar su autoridad, sino que, con pronta obediencia, los dignatarios del templo, los sacerdotes negociantes, los comerciantes de ganado y los agentes de bolsa, huyeron de su presencia…

Un miedo aterrador se apoderó de la multitud que sintió la sombra de la divinidad de Cristo. Gritos de terror escaparon de cientos de labios palidecidos mientras la multitud se precipitaba del lugar. Jesús no los golpeó con el látigo de cuerdas, sino que, a sus ojos culpables, aquel simple instrumento les pareció como espadas relucientes y enfurecidas, girando en todas direcciones y amenazando con derribarlos… Si la presencia del Señor santificaba el monte, su presencia hacía igualmente sagrado el templo erigido en su honor… (The Spirit of Prophecy, t. 2, p. 118).

Cuán fácilmente habría podido resistir aquella inmensa muchedumbre a la autoridad de un hombre; pero el poder de su divinidad los abrumó con turbación y un sentimiento de su culpabilidad. No tenían fuerzas para resistir la autoridad divina del Salvador del mundo. Los profanadores del Lugar Santo de Dios fueron expulsados de sus portales por la Majestad del Cielo.

Después que el templo fue purificado, el proceder de Jesús cambió; la terrible majestad de su semblante dio lugar a una expresión de la más tierna simpatía. Miró a la multitud que huía con ojos llenos de dolor y compasión. Hubo algunos que se quedaron, retenidos por la irresistible atracción de su presencia. No se dejaban atemorizar por su espantosa dignidad; sus corazones se sentían atraídos hacia él con amor y esperanza. No eran los ricos y poderosos, que esperaban impresionarle con su grandeza, sino los pobres, los enfermos y los afligidos (The Spirit of Prophecy, t. 2, p. 119).

Es cierto que hay una indignación justificable, aun en los seguidores de Cristo. Cuando vemos que Dios es deshonrado y su servicio puesto en oprobio, cuando vemos al inocente oprimido, una justa indignación conmueve el alma. Un enojo tal, nacido de una moral sensible, no es pecado. Pero los que por cualquier supuesta provocación se sienten libres para ceder a la ira o al resentimiento, están abriendo el corazón a Satanás. La amargura y animosidad deben ser desterradas del alma si queremos estar en armonía con el cielo…

Muchos son celosos en los servicios religiosos, mientras que entre ellos y sus hermanos hay desgraciadas divergencias que podrían reparar. Dios exige de ellos que hagan cuanto puedan para restaurar la armonía. Antes que hayan hecho esto, no puede aceptar sus servicios. El deber del cristiano en este asunto está claramente señalado (El Deseado de todas las gentes, p. 277).

Elena G.W

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