Era un jueves de noche, y Jesús se dispuso junto a sus discípulos a conmemorar la Pascua. Ellos ignoraban lo que estaba por ocurrir. Ninguno recordaba lo que Jesús les venía diciendo y repitiendo hacía varios días: que se acercaba su hora de sufrir y morir. El símbolo de la Pascua estaba a punto de encontrarse con la realidad: el verdadero Cordero de Dios estaba por ofrecer su vida por la humanidad perdida. Jesús, sabiendo que le quedaban pocas horas de vida, seleccionó cuidadosamente sus palabras y acciones de esa noche, para que quedasen atesorados en el corazón de sus discípulos.
Dando una mirada a sus despreocupados amigos, observó cómo se miraban unos a otros: con recelos y sospechas. Todos compitiendo por quién sería el primero, quién se sentaría más cerca de Jesús, quién recibiría honores más altos. Jesús siguió observando que todos estaban esperando que “alguien” lavara sus pies sucios antes de comenzar la cena. Esa tarea solía hacerla un sirviente. Pero aquella noche no había ninguno. Jesús esperó para ver si alguno tomaba la iniciativa de servir a los demás con humildad, pero nadie se movía de su lugar.
“¿Cómo podría mostrarles que es el servicio amante y la verdadera humildad lo que constituye la verdadera grandeza? ¿Cómo habría de encender el amor en su corazón y habilitarlos para comprender lo que anhelaba decirles?” (DTG 600). En silencio, Jesús, el amado Maestro, el que merecía todos los honores, se arrodilló a lavar los pies de ellos como un sirviente, y luego pronunció las palabras del versículo de hoy. “Yo les he dado el ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo”. ¡Qué avergonzados se sintieron de tener un corazón tan